Opinión

Todo mal

Hace unos días, Alberto Garzón, el ministro de Consumo de España de Unidas Podemos, anunció que restringiría la publicidad sobre alimentos excesivamente azucarados e insanos en ciertas franjas horarias para reducir su exposición a menores de edad.

La medida, más o menos acertada, busca dar respuesta al excesivo consumo de estos alimentos por parte de niños y niñas, que presentan unos índices de sobrepeso y obesidad crecientes, y tratar de fomentar una alimentación sana y una dieta equilibrada.

De la misma forma, hace ya un tiempo, Garzón escribió en redes sociales acerca del impacto del consumo de carne en el medio ambiente debido a la gran cantidad de recursos destinados a la industria ganadera y de cómo una moderación en dicho consumo podría ayudar a frenar los devastadores efectos del cambio climático que ya estamos notando.

Estos valientes pasos de Garzón hacia temas que tocan cierta sensibilidad provocaron un sano debate entre las principales fuerzas políticas de España. En el Congreso de los Diputados y en redes sociales se vieron intercambios de argumentos sosegados e interesantes donde personas con diferentes puntos de vista pudieron enriquecerse mutuamente de cara a asumir la ardua tarea de, por parte de unos, gobernar con sensatez y responsabilidad y, por parte de otros, actuar en consecuencia en su vida diaria, pensando en un futuro mejor para la mayoría.

Evidentemente, esto no fue así. Como viene siendo habitual desde hace ya unos años, en un contexto donde el intercambio de opiniones entre representantes políticos se ha enmarcado en una campaña electoral infinita donde todo vale, los rivales políticos de Garzón agarraron por el cuello el debate político acerca de puntos y opiniones muy interesantes sobre problemas vitales de nuestra civilización y lo llevaron hacia el punto más oscuro del fango más hediondo, donde todo se redujera a una serie de ridículas falacias en el mejor de los casos, e insultos cruzados en el peor.

Y esto en redes sociales. Cualquier tertulia política se ha convertido en un plató de Sálvame, donde los espectadores toman posiciones y jalean al que más grita y más importuna. Son solo ejemplos de cómo la política se ha convertido en un gigantesco circo y, cuanto más se abordan problemas de gran calado, más se ridiculiza a quienes buscan soluciones.

No importa que los grandes partidos hayan planteado en sus programas o propuestas la reducción del consumo de carne como sucede en el caso del PSOE, o hayan denunciado el excesivo contenido de azúcar de ciertos alimentos y propusieran la reducción de su exposición publicitaria en el caso del PP. O que Vox votara inicialmente a favor del estado de alarma. Es decir, no importa que hayas manifestado tu acuerdo en algún momento.

Lo que importa es conseguir la herramienta lo suficientemente grande para recoger la mayor cantidad de mierda posible y lanzarla a toda velocidad contra tu adversario para que tus fanáticos se rían de él. Si en el proceso hago el ridículo, no importa: siempre habrá gente que me apoye. Y, en el peor de los casos, habré desviado la atención del problema central y beneficiado a todos esos grupos económicos que se benefician de vender productos alimenticios insanos y/o contaminantes. Todo ventajas. Todo mal.

Que se jodan. Gilipollas. Terrorista. Golpista. Socialcomunistarra. Gordo. Hortera. Tonto. Asesino. Dais asco. Geronticidio. Bruja. Y un largo etcétera. Son todo exabruptos emitidos en el propio Congreso, a través de redes o de declaraciones políticas por parte de representantes políticos de PP y de Vox. Sin entrar en declaraciones y opiniones como que “la OMS y la UE fomentan la pederastia”, como llegó a decir Santiago Abascal durante la defensa de su moción de censura en octubre de 2020.

Todo hecho un auténtico desastre

Paradójicamente, el auge de un discurso que se entiende como irreverente pero que no deja de ser un montón de falacias y exabruptos escupidos con fuerza sobre la inteligencia del espectador coincide con una de las épocas de mayores crisis que se recuerdan.

Hemos sufrido una pandemia a escala mundial que nos ha obligado a confinarnos en nuestras casas, a dejar de lado nuestra rutina diaria y a asumir nuevos hábitos y unas cifras de muertes y damnificados que no se recordaban desde las guerras del siglo pasado, y que todavía no ha acabado.

Los efectos del cambio climático empiezan a sacudir nuestra civilización. Prácticamente ya no hay empresa que no intente sumarse al carro del ecologismo y prácticamente ya no hay ningún político que no hable de ello, sea para oponerse o para apoyar medidas para frenar estos efectos. Cada vez más conclusiones científicas asumen que las peores consecuencias están por llegar y que urge una actuación coordinada a escala global, drástica y rápida, si queremos salvar algunos muebles.

La escasez de materias primas y el colapso logístico a escala mundial, que está encareciendo la electricidad y ciertos materiales, se suman al evidente pico del petróleo y a otras consecuencias del absurdo nivel de consumo y de producción al que nos ha llevado el sistema económico actual. La vida se encarece a pasos agigantados, abriendo una brecha interminable entre las nuevas generaciones y las más antiguas, donde el futuro cada vez parece más negro.

Los conflictos en ciertos países aumentan como consecuencia de todo lo anterior, acrecentando desigualdades, fomentando los flujos migratorios, y haciendo más evidente que nunca que todos los problemas del mundo están interconectados. Como si la crisis de 2008 o la pandemia no hubieran sido escenarios suficiente reveladores por sí mismos, los países del “primer mundo” seguimos mirándonos el ombligo, por decirlo suavemente.

También como consecuencia de todo lo anterior, la biodiversidad del planeta está próxima al colapso. La desaparición récord de especies y la destrucción de ecosistemas va más allá de una isla gigante de plástico cruzando el océano. Es posible que pronto no quede ni dónde pescar. La comunidad científica compara este genocidio ambiental a las grandes extinciones del pasado. Nuestra actividad en el planeta es comparable a un meteorito impactando contra la superficie terrestre o a una gran glaciación.

Por el camino, por supuesto, nos envenenamos. Cifras absolutamente escandalosas de depresión, ansiedad, suicidios, cánceres, diabetes… tras la pandemia somos más conscientes de todo lo anterior, especialmente de la cuestión de la salud mental, pero es increíble lo absolutamente rotos que estamos por dentro. Cada día se suicidan 2.300 personas en todo el mundo, casi un millón al año, y la tasa no deja de aumentar. 280 millones de personas tienen depresión. Y podría seguir diciendo datos todavía más desalentadores.

Como añadido, se ha demostrado que la automatización algorítmica de las redes sociales, que se han convertido en la principal fuente de información y comunicación a escala global, nos conduce a la crispación, a la polarización y a verdaderas cámaras de eco que conducen al aislamiento, la envidia y la baja autoestima. Las propias grandes empresas detrás de las redes sociales han reconocido, pública o internamente, los terribles efectos en la salud mental y en la forma de pensar, especialmente en gente joven, tienen en las personas que las utilizan de forma diaria. Incluso Twitter reconoció que su algoritmo amplifica las cuentas más a la derecha política.

Tendemos a vivir en un estado continuo de malestar, de frustración, ansiedad e impotencia que se retroalimenta por las dinámicas del propio sistema, que se acrecienta por los grandes problemas y desafíos al que nos enfrentamos como civilización y que intentamos resolver atacando al que piensa diferente o al que pensamos que es el culpable. O buscamos refugio en el consumo desmedido, de objetos y de personas, en una suerte de modernidad líquida donde todo es mercantilizable, donde todo es efímero.

Y para evadirnos, o vemos Sálvame, o nos inflamos a series y películas sobre futuros distópicos. Pero, ¿cómo no vamos a hacerlo? Con la miseria del salario que ganamos, el poco tiempo libre que tenemos, las pocas perspectivas de futuro… el hartazgo está llegando al punto de que en Estados Unidos se está poniendo de moda renunciar a tu empleo. En España, estamos viendo cada vez más gente que denuncia y publica las míseras condiciones laborales, especialmente de ciertos sectores. En Reino Unido, los camioneros están hasta las narices de sostener el país a base de unas retribuciones míseras.

La respuesta de los medios de comunicación está siendo entrevistar a empresarios y hosteleros a quejarse de lo vaga que es la gente, que solo piensa en sus vacaciones, en su salario y en sus condiciones. Una versión periodística y menos amarillista que el programa aquel, El Jefe Infiltrado. Porque, no nos olvidemos, la riqueza la crea el pobre empresario, la principal víctima de todo este sistema, por supuestísimo.

Pero este hartazgo no se reduce a plantarle cara al jefe de turno. Los delitos y crímenes de odio no dejan de aumentar, especialmente en los países de ese “primer mundo”, y muy especialmente desde posturas ultraderechistas cada vez más violentas.

Y es que, justo cuando más teníamos que cooperar, cuando más evidente es que, o nos ponemos de acuerdo y debatimos con raciocinio, o nos chocaremos irremediablemente contra el gigantesco iceberg, los grandes grupos de poder están haciendo todo lo que está en su mano para imponer un discurso populista, autoritario, reaccionario y antiderechos cuya premisa principal es negar todos los problemas y señalar, atacar y ridiculizar al que intenta proponer soluciones. Las filtraciones de WikiLeaks sobre Vox, Hazte Oír y El Yunque son un claro ejemplo.

En solo diez años, el discurso negacionista (de lo que sea: cambio climático, pandemia, vacunas, que La Tierra es redonda, que hay un volcán en La Palma, que nieva en Madrid…) ha crecido exponencialmente de forma paralela al radicalismo de partidos como Vox en España. A golpe de bulo y “fake news”, la ola de antiintelectualismo y acientifismo roza niveles que harían palidecer a los jueces que dictaron la sentencia contra Galileo Galilei.

Mientras la gente se entretiene en debates absurdos sobre conspiraciones y negacionismos varios, los mismos que apoyan y financian estos discursos hacen todo lo posible por evadir impuestos a través de sociedades offshore y otras tantas triquiñuelas. Así, mientras se utiliza a la ultraderecha como perro de presa y agente polarizador para frenar cualquier intento de ceder mis privilegios, ya me aseguro de salvaguardar todo mi dinero antes de que todo se vaya a la mismísima mierda. Ya que no paro de contribuir a que todo se inunde, antes de que me llegue el agua al cuello, intento tener disponible mi barco salvavidas. Y, a los demás, que les den.

Sin estrategia contra el desastre

¿Te hace gracia? De tu dinero, del dinero de todos, estamos pagando el sueldo de la gente que nos está llevando al más absoluto desastre. Y seguramente, cuando vayas a comprar tu próximo libro antifascista en Amazon, le estés dando dinero a la empresa que financia su partido. Y cuando le insultes en redes sociales, estés fomentando la polarización política de la que, finalmente, se beneficiará.

Con esto no te quiero echar la culpa. Lo que quiero decir es que, quienes son capaces de ver estos problemas, así como la gente que busca activamente soluciones, están corriendo como pollos sin cabeza, sin una estrategia clara, sin soluciones prácticas. O peor aún: leyendo Feria en un rincón del salón creyendo que es un libro revolucionario o escuchando las sandeces de algún iluminado del Frente Obrero.

Mientras el mundo amenaza con devorarnos, estamos entretenidos devorándonos a nosotros mismos. Cada vez es más difícil tener un debate serio, un intercambio de opiniones educado o buscar puntos en común.

Pero ni en la izquierda ni en la derecha ni en el centro ni en ningún sitio. En la izquierda nos contentamos con escribir cuatro artículos, un libro, hacer dos conferencias, acudir a tertulias, defender lo nuestro y repartir carnets. En la derecha con imponer su visión, contentar a los suyos y bloquear en el Whatsapp a quien piense diferente. Hay espectáculos para todos los colores y todos los gustos. Parece que la inminente pérdida de derechos y libertades y el consecuente final de nuestro estilo de vida por su evidente insostenibilidad no son suficientes. Como una rana que se muere a fuego lento, necesitamos que nos estampen los hechos en toda la cara para reaccionar. Y a veces ni así.

Por supuesto, el Gobierno de España, el más progresista de la democracia, no ha sido ni capaz de derogar la reforma laboral que, recordemos, fue aprobada por decretazo en febrero de 2012 sin que se supiera su contenido y ahora se exige que sea negociada con la patronal. Tampoco ha sido capaz de derogar la Ley Mordaza. Ni cumplir otras tantas promesas. Pero no pasa nada porque todo indica que PP y Vox se harán con el gobierno en un par de años.

La cantidad de problemas que me dejo son inenarrables. Tampoco me quiero extender demasiado.

Una nueva esperanza

A menudo pienso que incluso los discursos reaccionarios y las grandes crisis de nuestras sociedades cumplen con una función. Hasta cuando pagamos un precio descaradamente alto, nos obligan a repensar la forma en la que estamos haciendo las cosas, en el rumbo que estamos tomando, las ideas en las que creemos, los valores que fomentamos.

Por ejemplo, todo lo que conocemos sobre las consecuencias del nazismo y el fascismo se debe a que llegaron al poder. La puesta en práctica de ideas aborrecibles nos ha mostrado el camino que debemos seguir. No siempre hace falta tocar el fuego para saber que quema, pero habernos quemado nos da poderosos argumentos. No en vano, la extrema derecha pone un empeño sin igual en deformar la Historia y en destruir la memoria.

Quiero pensar, por lo tanto, que la inminente llegada al poder del discurso ultraconservador y nacionalista radical, el giro autoritario del mundo y la consecuente y progresiva pérdida de derechos y libertades, unido a las amenazas que asoman por el horizonte próximo, nos dará los motivos suficientes para transformar nuestro mundo.

Quiero pensar que, en el año 2114, algún joven descendiente de la terrible época que vivimos leerá acerca de todo lo que pasó y se reirá con sus amistades incapaz de comprender cómo la gente votó a Santiago Abascal para que fuera presidente de España después de haber dicho en televisión que es mejor que un niño sea adoptado por una pareja heterosexual. O de cómo es posible que hubiera gente que se manifestara contra las vacunas en medio de la peor pandemia en cien años.

Quiero pensar que, como siempre, seremos capaces de sobreponernos y buscar, como mínimo, el camino menos catastrófico, y que ese joven no se levantará cantando el himno cara al sol con el brazo en alto.

Mientras tanto, todo mal. Absolutamente todo, mal.

Adrián Juste

Jefe de Redacción de Al Descubierto. Psicólogo especializado en neuropsicología infantil, recursos humanos, educador social y activista, participando en movimientos sociales y abogando por un mundo igualitario, con justicia social y ambiental. Luchando por utopías.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *