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Cómo deben combatir las democracias a la extrema derecha

En los últimos años, debido al auge de la nueva derecha radical, ha vuelto a surgir el debate sobre cómo debe defenderse la democracia a sí misma de cualquier tentativa autoritaria y antidemocrática, o de cómo preservar los aspectos democráticos de un país ante las amenazas que pretenden una regresión a los mismos, como se ha podido ver en Hungría, Polonia o Brasil.

Es una cuestión de relevancia puesto que, dependiendo de la estrategia que se siga para preservar un régimen constitucional y representativo, se deberán efectuar eventualmente unas actuaciones u otras, lo que en última instancia incide en cuál debe ser el rol del poder judicial y del conjunto del Estado. Y en un momento en el que el auge de la extrema derecha en los últimos años ha sido progresivo, más todavía.

Del mismo modo, esto también determinará el grado de beligerancia o de aceptación que tenga la propia democracia como garante de sí misma frente a quienes quieren acabar con ella o, al menos, modificarla. De una adecuada estrategia o acción concreta, dependerá la consecución de mayores garantías democráticas, o bien un retroceso inevitable a épocas más oscuras de la Historia.

Así pues, a continuación se analizan las dos grandes posibilidades que existen a la hora de hacer frente a los autoritarismos, estudiando las características de cada uno de los modelos, además de las críticas que se le han realizado y la pertinencia de emplear uno u otro. Los dos grandes modelos en cuestión son las denominadas democracias militantes y democracias no militantes.

¿Qué es la democracia militante?

Empezando por el primer término planteado, esto es, la democracia militante, se puede considerar que tiene su génesis en la percepción de que el auge de los autoritarismos se produce de forma más fácil en aquellos Estados en los que no hay ningún tipo de límite a la acción de la soberanía y los instrumentos políticos para ejercerla. En consecuencia, esta concepción de la democracia niega que exista algún elemento intrínseco a la misma que pueda actuar como estabilizador del sistema político.

Así pues, al no existir dicha garantía, será necesario que la democracia disponga de herramientas para defenderse de las tentativas antidemocráticas. Esta es la tesis principal (e incluso fundacional) de lo que se considera la democracia militante.

Antes de ofrecer una definición definitiva de este concepto, es necesario conocerlo mejor a partir de un análisis de las herramientas que emplea para frenar un posible peligro. Para ello, las ideas de Karl Loewenstein son muy útiles, pues es uno de los autores de referencia en el estudio de los sistemas democráticos y, por lo tanto, de los mecanismos que se pueden emplear para protegerlos.

Para él, las medidas que podía tomar una democracia militante se deben dividir en dos categorías: las extraordinarias y las ordinarias.

En cuanto a las primeras, una considerada fundamental por el autor es la posibilidad de declarar el Estado de Asedio, que es un Estado de excepción normativo que permite responder contundentemente en el supuesto de que el régimen constitucional vigente esté sufriendo un asedio antidemocrático.

En segundo lugar, otra medida extraordinaria que se debe contemplar es la de reprimir duramente la traición al Estado en aquellas ocasiones que se produzca, puesto que se considera que ésta de por sí es en esencia antidemocrática al atentar contra la voluntad general y vulnerar parte de los derechos y deberes recogidos en el ordenamiento jurídico.

Finalmente, la última medida excepcional propia de la democracia militante es la de ilegalizar o suprimir aquellos partidos o asociaciones que muestren un carácter antidemocrático. Al respecto de esto, es importante señalar que, en ocasiones, hay partidos políticos que participan del juego democrático pero para acabar con él desde dentro.

Tal fue el caso del Partido Nacional Socialista Obrero Alemán (NSDAP o, simplemente, partido nazi) en Alemania. De este modo, se argumentaría que no se le deben proporcionar medios a quienes pretenden con su actuación política presentar un desafío a la democracia, puesto que el respeto a los principios constitutivos de este tipo de sistema político deben ser un elemento común en todas las formaciones políticas u organizaciones que quieran participar legalmente en el juego político.

Evidentemente, esta restricción se debe aplicar con mesura, estudios y consenso para no caer en el peligro de restringir la participación política de actores legítimos para ello.

En cuanto a las medidas ordinarias propias de una democracia militante, se puede observar que una de ellas es la restricción o prohibición de la posesión y uso de armas por parte de civiles, salvo situaciones excepcionales. Evidentemente, esto se hace por la relación existente entre el aumento de armas, el crecimiento de la beligerancia y el posible incremento del uso de la fuerza para cumplir objetivos de todo tipo, también políticos. Así, el uso del poder mediante la violencia sería monopolizado por el Estado a través de instituciones como las Fuerzas Armadas o los cuerpos de policía.

Por otra parte, otra medida fundamental es la legislación para proteger las instituciones democráticas, para lo cual es imprescindible tener un cuerpo de seguridad especializado capaz de defender y garantizar el correcto uso de las mismas en un contexto en el que éstas puedan haber sido atacadas.

De una manera más indirecta, también están dañando a las instituciones y a su prestigio (el cual también acaba afectando en sus actuación y la percepción de la misma) quienes mienten deliberadamente acerca de las mismas o transmiten bulos con el fin de debilitarlas, por los que en estos casos también habrá que limitar la libertad de expresión, que no contempla en ningún caso la difamación, la falsedad, el atentado al honor, etc.

En relación con esto último, desde esta perspectiva también se considera pertinente acabar con los excesos de la propaganda política para evitar, por una parte, que ésta impregne todos los estadios de la vida humana condicionando de manera determinante su actuación política, impidiendo que la ciudadanía pueda realizar un ejercicio de reflexión crítica. Por la otra, también se busca evitar la difusión y posterior calado de discursos de odio entre el pueblo.

En esta línea, evitar la proliferación de discursos de odio también implica desarrollar una ley de prensa que no otorgue canales comunicativos a quienes mediante la calumnia y las «fake news» obtienen rédito político.

Finalmente, también se señala que se debe limitar el derecho de reunión y el de manifestación a aquellos grupos considerados antidemocráticos, puesto que su presencia en la esfera pública como organizaciones normalizadas y legitimadas por el sistema político democrático puede tender a desanimar o provocar desafección en las agrupaciones democráticas, que pueden sentirse más inseguras y verse disuadidas a la hora de llevar a cabo su actuación.

Así pues, se puede definir la democracia militante como aquella que, de manera consciente y selectiva, vulnera y discrimina de manera intencional a aquellas preferencias políticas cuya consecución implique la superación del sistema democrático en detrimento de aquellas herramientas y valores que favorecen los valores intrínsecos a la democracia.

Dicho de otro modo: se llama democracia militante a aquel sistema que, con el fin de protegerse a sí mismo de aquellas opciones que lo atacan, acaba por reducir al máximo posible la voz y capacidad de actuación de las tentativas autoritarias, para lo que es necesario limitar determinados derechos y libertades a estos grupos, tal y como se ha explicado con anterioridad.

En consecuencia, la democracia militante es antidemocrática con aquellos que quieren acabar con ella. Es intolerante con la intolerancia.

¿Qué es la democracia no militante?

Por lo que hace a la democracia no militante, su definición será contraria a la vista acerca de la militante. De este modo, la democracia no militante tendrá como tesis fundamental que dentro del sistema político democrático caben todas las opciones y preferencias políticas, incluso aquellas reconocidas como autoritarias.

En esta dirección, desde esta concepción se cree que la asimilación de este tipo de fuerzas políticas o asociaciones termina por fortalecer a la democracia al enfrentarse e integrar a su opuesto, garantizando la seguridad del sistema no mediante la limitación (como hace la democracia militante) sino a partir de lo que se podría denominar la superación democrática de estos postulados.

En consecuencia, la democracia no militante no abogará por la restricción de derechos a quienes pretenden acabar con ella, sino que por el contrario tratará de integrarlos (dentro de lo posible) en la lógica parlamentaria para plantarle cara no jurídicamente sino en el terreno de lo político.

En esta línea, se puede observar que la diferencia fundamental entre los dos tipos de sistemas se encuentra en el hecho de que, mientras que la democracia militante combate a la extrema derecha judicial y legalmente mediante la limitación de su actuación, la no militante se enfrenta a la tentativa autoritaria de forma política intentando vencerla en las urnas y en la lucha por la hegemonía social y cultural, estando todas las formaciones políticas en igualdad de condiciones para conseguir esto, también las antidemocráticas.

En relación con esto, un defensor de la democracia no militante es el expresidente José Luis Rodríguez Zapatero, quien afirmaría en esta dirección que «la democracia es generosidad, paciencia e inteligencia y debe ser inclusiva incluso con sus mayores enemigos«. E n cuanto a la democracia militante, estarían personalidades como Pablo Iglesias, exsecretario general de Podemos y exvicepresidente del gobierno, el cual abogaba por medidas como la prohibición de la Fundación Francisco Franco.

Críticas a ambos modelos

Una vez explicados ambos modelos, ahora se tratará de estudiar cuáles son sus principales defectos y qué críticas son las más recurrentes.

Empezando por la democracia militante, sus críticos afirman que las prácticas que se llevan a cabo por parte de este tipo de sistemas suponen una restricción de la participación ciudadana y del derecho de los individuos a expresar su posicionamiento, lo que podría provocar que una reacción antidemocrática coyuntural fruto del malestar se cronifique debido a su represión.

En esta dirección, la restricción de determinados derechos tanto individuales como colectivos también podría afectar de un modo similar.

Además, este posicionamiento no integrador también deja a más ciudadanos a los márgenes de la sociedad, lo que puede provocar que, si crece sustancialmente este grupo autoritario, éste pueda tener una acción política más disruptiva y rupturista de la que hubiese tenido de haberse institucionalizado. Por supuesto, está el hecho de que existen métodos para evitar las limitaciones de este tipo de medidas. En Alemania, por ejemplo, los partidos de ideología nazi y fascista están prohibidos, pero eso no impide que existan gracias a trampas legales o al margen de la legalidad. De hecho, el neonazismo y el neofascismo en Alemania lleva años creciendo.

En cuanto a la democracia no militante, la crítica principal que se le realiza es que al institucionalizar a partidos con principios antidemocráticos se está legitimando su postura, además de proporcionándoles un gran foco mediático, lo cual puede influir en la opinión pública de un país y cambiar su cultura política en el medio plazo. Lo mismo ocurre al no restringir la libertad de expresión o de asociación de este tipo de grupos. Es decir, se lleva a considerar posturas abiertamente racistas, machistas o xenófobas como una opción más, al mismo nivel que las del resto.

Esto es de una vital importancia dado que la proliferación del discurso antidemocrático hace aumentar la crispación de la ciudadanía y lleva a sucesos como el asalto al Capitolio de Estados Unidos el pasado 6 de enero.

Otro argumento que se emplea para criticar la democracia no militante es el de que al incorporar dentro de las instituciones democráticas a formaciones políticas que no lo son, la calidad del entramado institucional disminuye, lo que también afecta a la valoración y la confianza de la ciudadanía con respecto al Estado y los partidos políticos.

Una última objeción es que al institucionalizar a partidos con aspectos no democráticos, se les están facilitando ciertas herramientas que les pueden ayudar a llevar a cabo las reformas que erosionan las instituciones públicas. Así, se considera que el uso de las instituciones facilita una involución democrática que transicione hacia un modelo autoritario.

Conclusión: ¿qué modelo es mejor?

Ahora que ya se conocen las características de ambos modelos y las principales críticas que se les han realizado, cabe reflexionar sobre cuál es el más útil para proteger a un país de las tentativas antidemocráticas de la extrema derecha.

Probablemente, no existe una respuesta unívoca a la cuestión planteada. De este modo, seguramente dependerá enormemente de la magnitud y riesgo real de los grupos autoritarios, así como del tipo de cultura política mayoritaria en la ciudadanía.

De hecho, cabe destacar que, en la actualidad, tanto en democracias militantes como no militantes la extrema derecha ha conseguido una enorme influencia, lo que prueba la inexistencia de un modelo que garantice el éxito democrático frente a los ataques reaccionarios. Es decir, hace falta mucho más además de adoptar una u otra estrategia.

A pesar de esto, las experiencias vividas en los últimos tiempos sí que permiten extraer algunas conclusiones:

La primera de ellas es que en un contexto de práctica impunidad, en la que el Estado permite la actuación de estos grupos, éstos, lejos de moderarse, tienen una actividad cada vez más frenética y mediática, lo que indicaría que parece mejor estrategia la de tratar de frenar en seco cualquier muestra de autoritarismo realizada en público.

Además de esto, sí parece ser cierto que la inexistencia de un cordón sanitario pactado entre todas las fuerzas democráticas para aislar a la extrema derecha acaba influyendo en el discurso político de la derecha democrática, puesto que al estar compitiendo electoralmente con una fuerza política con posibilidades de gobernar al igual que ella, se verá obligada a acercarse sus posturas para competir por parte de un mismo electorado.

Esto hace que el discurso de estas formaciones políticas autoritarias deje de ser exclusivamente suyo y empiece a impregnar el del resto de partidos políticos, lo que puede tener graves efectos antidemocráticos, afectando a lo que se denomina «ventana de Overton», una teoría política que define qué rango o qué categoría de ideas y/o acciones políticas son aceptables para una determinada mayoría social. Ampliar o desplazar la ventana de Overton implicaría que ideas que no serían aceptadas hace un tiempo, ahora sí lo son, y viceversa.

No obstante, es cierto que la total exclusión ayuda a estas formaciones políticas a plantear antagonismos y jugar un rol anti-establishment, lo que también puede favorecer que, en un contexto de desafección política, aumente el apoyo a este tipo de organizaciones. Sin embargo, este riesgo parece menor que los vistos anteriormente, si bien es enormemente dependiente del contexto y de otro tipo de variables.

En lo referido a la restricción de derechos, no parece que el autoritarismo democrático con quienes tienen prácticas o principios contrarios a la democracia afecte de manera sustancial a la naturaleza o calidad de la misma, mientras sí que garantiza una mayor seguridad al conjunto de la ciudadanía y al propio sistema, por lo que parece una práctica útil y adecuada, siempre que se realice con mesura y fiscalización.

Así pues, cabe concluir que a pesar de que no existen fórmulas perfectas para poder frenar los ataques autoritarios, sí que parece que el modelo militante reduce los riesgos de que éstos triunfen sin aumentar sustancialmente los costes en términos democráticos, por lo que en la mayoría de supuestos probablemente funcionaría mejor un modelo de confrontación frontal y tolerancia 0 ante cualquier tentativa democrática.

A pesar de esto, se deben tener en cuenta sus riesgos, así como los beneficios del modelo no militante. Por otro lado, habría que plantearse dos cuestiones: en cuanto a la primera cuestión, probablemente tomar decisiones acerca de grupos abiertamente neonazis y violentos que difunden teorías que fomentan activamente la desigualdad y la discriminación sea más sencillo que hacerlo acerca de organizaciones cuyo discurso antidemocrático es más sutil, más disfrazado e incluso algo más moderado. Es decir, decidir ilegalizar a Bastión Frontal en España o Casa Pound en Italia parece más fácil que hacerlo con Vox, Hermanos de Italia o Alternativa para Alemania.

Y en cuanto a la segunda cuestión, probablemente sea complicado abogar por un modelo concreto. De hecho, la mayoría de países democráticos toman medidas mixtas y de intensidad variada. En España por ejemplo el delito de odio está penado, pero no están prohibidas las organizaciones políticas neofascistas.

Tal y como ya se ha afirmado, a la hora de defender la democracia no existe por lo tanto un modelo ideal, por lo que a base de ensayo ye error cada Estado deberá ir combinando elementos de ambos con el fin de encontrar el mejor método para frenar a la extrema derecha.

Tomás Alfonso

Articulista. Activista por el derecho a la vivienda y los servicios públicos. Convencido de que la lucha contra la ultraderecha es condición de posibilidad para una democracia plena.

Un comentario en «Cómo deben combatir las democracias a la extrema derecha»

  • El grandísimo problema es que al poder económico le viene muy bien la extrema derecha, a pesar de la consecuencias de de la política llevadas a cabo por dicha clase.
    Y el poder económico es quien maneja el poder mediático y el sistema educativo en la mayoría de los países, con lo que todos adoctrinados y calladitos, todos ignorantes y conformistas.
    ¿Como se combate todo esto?

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