Europa

Por qué no debatir con altavoces de la extrema derecha

“¿Por qué no debatís directamente?¿Es que tenéis miedo?” o “Nunca aceptáis un debate porque no tenéis argumentos” son algunas de las lindezas que los seguidores de ciertos altavoces del discurso ultraderechista dejan como réplica cada vez que desde algún medio se intenta criticar sus desafíos constantes a los derechos humanos.

El mantra es siempre el mismo, con escasas variaciones, y se resume en que no medirse cara a cara con quien no piensa igual anula sistemáticamente cualquier premisa o argumento en su contra. Podría parecer una simplificación de lo que sucede en los entornos más tóxicos de un instituto cuando alguien se niega a confrontación física, como si eso tuviera algún significado más allá que favorecer las ansias de teatro de las masas.

Sin embargo, la realidad es que, aunque por supuesto entra en el terreno de lo rebatible, existen sólidos argumentos que explican por qué la inmensa mayoría de quienes defienden los derechos humanos o, dicho de otra manera, rechazan el discurso de altavoces de la extrema derecha como InfoVlogger, Roma Gallardo o Libertad y lo que Surja (por citar a algunos de ellos), se niegan a entrar en un debate con ellos.

Los motivos van desde lo más personal o lo más político. No es casualidad que estos altavoces de la extrema derecha y sus seguidores insistan tanto en tener debates con prácticamente cualquiera y pugnen por aparecer en todo espacio que les dé visibilidad, mientras quienes se oponen ideológica y discursivamente a ellos opten por elegir estos espacios con cautela y, por norma general, rechacen compartirlos con ellos.

Por supuesto, no tiene que ver con el miedo o la falta de argumentación, pero quizá sí es necesario aclarar por qué puede no ser una buena idea.

Los principios mínimos de un debate

El discurso de extrema derecha se asienta sobre la vulneración sistemática de los derechos humanos, la defensa de las teorías de la conspiración, la pseudociencia y el negacionismo. Las mentiras, las falacias argumentales, las apelaciones a lo emocional y a lo personal… son, en gran medida, instrumentos necesarios para poder sostener ese discurso ya que, por norma general, los consensos científicos y los datos objetivos los derrumban.

Es necesario entender también que los altavoces de la extrema derecha no tienen, en principio, por qué adherirse a todos los principios de este discurso o de estas ideas. Incluso pueden defender ideas más propias de la izquierda, como es el caso de Roma Gallardo, que defiende abiertamente políticas animalistas. Una determinada personalidad se puede considerar altavoz de la extrema derecha cuando emplea formas y elementos discursivos y comunicativos propios del discurso de ultraderecha ante un público amplio de personas.

Estos elementos, en la actualidad, van desde qué ideas llegan a defenderse, como el antifeminismo, atacar la «izquierda woke» o «la dictadura de lo políticamente correcto», la existencia de discriminaciones estructurales o el rechazo a la inmigración o al concepto de multiculturalidad; y la forma en la que se defienden, como el empleo de teorías de la conspiración, la victimización, la fabricación de hombres de paja, etc.

Así, en el fondo, es irrelevante cómo se autodenominen o como se etiqueten y, a menudo, incluso podrían no encajar en la categoría de ultraderechistas, fascistas, nazis… Lo relevante es qué defienden y cómo lo defienden, y cómo esto contribuye a al auge de la extrema derecha.

Por lo tanto, lo habitual en un debate con alguien que defiende total o parcialmente un discurso de este tipo no va a respetar las reglas mínimas de lo que se supone que debería ser un debate. Habitualmente, es poco probable que busque llegar a algún acuerdo o punto intermedio, que ceda en alguna de sus premisas o que emplee información objetiva o argumentos válidos.

En el peor de los casos, tal y como se desprende de muchos de los vídeos o intervenciones que se observan tanto en creadores de contenido como en representantes políticos, estas personas juegan a la falta de respeto constante: interrumpir o dejar mal al contrario, victimizarse, apelar a lo absurdo, fabricar hombres de paja, elevar el tono, intimidar… es decir, jugar sucio.

Un ejemplo se vio durante el debate entre Joe Biden y Donald Trump durante las últimas elecciones presidenciales, donde las interrupciones y acusaciones de este último eran constantes. Otros ejemplos se ven diariamente en el Congreso de los Diputados de España, donde la bancada de Vox recurre a ataques verbales directos contra sus rivales políticos. Sin ir más lejos, las últimas semanas de noviembre se han desayunado con duras apelaciones a Irene Montero, ministra de Igualdad, por parte de Carla Toscano, diputada de Vox; o el uso de etiquetas como «filoetarra» por parte de la también diputada de Vox Patricia Rueda a los socios del Gobierno de Pedro Sánchez.

Como añadido, normalmente la argumentación de quienes se oponen a los discursos de extrema derecha suelen asentarse sobre datos, estudios y fuentes oficiales a los que, simplemente, se les niega la mayor. Por ejemplo, los creadores de contenido más antifeministas, por lo que se desprende de sus vídeos y sus directos en Twitch, no le dan validez a los estudios de género o a los datos oficiales recopilados por la administración pública. Por supuesto, el problema en sí no es dudar de una determinada información, sino la negación sistemática de casi cualquier dato recopilado por el rival, de forma que cualquier argumentación quede anulada con bajo o nulo interés en indagar sobre esta o buscar un punto en común.

En resumen, por regla general, todo lo anterior conduce a que los altavoces de la extrema derecha juegan a un juego muy diferente, en el que llevan ventaja y al que no tiene mucho sentido jugar. Y frente a una audiencia, por lo general, bastante menos crítica con respecto a lo que dictan sus influencers.

La legitimidad a aspectos no debatibles

El progreso social, en todos los ámbitos, se asienta sobre consensos sociales, políticos y, especialmente, científicos. Un consenso social es que los seres humanos somos iguales en derechos y en libertades; un consenso político es que es positivo aplicar medidas que corrijan desigualdades; un consenso científico es que existen desigualdades estructurales en función del género o de la etnia.

Cartel difundido por Vox durante la campaña de las elecciones madrileñas. Fuente: Twitter
Cartel difundido por Vox durante la campaña de las elecciones madrileñas. Fuente: Twitter

Estos consensos no solo han permitido que se den realidades como el matrimonio homosexual o que se considere inaceptable el uso de la violencia psicológica o física en el seno de una relación sexoafectiva. También han permitido avances en ámbitos como la medicina (vacunas, antibióticos…) o la tecnología (Internet, los automóviles…).

Por regla general, las ideologías políticas buscan jugar su rol en los conflictos y las problemáticas sociales para construir nuevos consensos o bien redefinir los existentes. Cada una juega su papel: la derecha tiende a ser más conservadora, la izquierda más progresista… pero con los años normalmente ambas terminan evolucionando y adaptándose a las realidades que se van construyendo.

Así, por supuesto simplificándolo mucho, la inmensa mayoría de la derecha acepta el matrimonio homosexual o los problemas derivados del cambio climático tras haberse alcanzado un consenso social, político y científico al respecto.

Sin embargo, la extrema derecha no busca llegar a acuerdos o consensos, sino destruir los existentes. Y, evidentemente, evitar que se construyan nuevos consensos y que la sociedad avance. Para ello, pone el foco en debates que ya están más que superados aprovechando el desconocimiento, el descontento, los prejuicios y los sesgos cognitivos de la sociedad.

Dado que muchos de estos consensos se basan en la confianza social, puesto que es imposible que todo el mundo sea experto en todo, y en la aplicación de ciertos preceptos de pensamiento común y lógica que requieren a su vez del uso de la racionalidad, la extrema derecha se dedica a erosionar esta confianza, fabricando enemigos imaginarios, generando miedo social y apelando al pensamiento mágico.

Por lo tanto, el mero hecho de abrir un debate sobre una cuestión que está más que superada, ya sea apelando a algún tipo de conspiración inexistente o a prejuicios sobre ciertos segmentos poblacionales, ya es una victoria.

No solo consiguen desviar la atención de los problemas más acuciantes de la sociedad, sino que siembran dudas poco razonables sobre amplios consensos ya alcanzados hasta el punto de conseguir que se vea como aceptable volver a cuestionar el matrimonio y la adopción homosexual o la existencia de la violencia machista. Un ejemplo similar a este se puede ver en la entrevista que dio Santiago Abascal, líder de Vox, en El Hormiguero, donde argumentaba que era preferible la adopción por parte de una pareja heterosexual.

De alguna manera, aceptar estos debates implica que cuestiones que ya no se encuentran en el terreno de la opinión parezcan cuestionables, lo que abre la puerta a que la vulneración de los derechos humanos no se quede en lo meramente discursivo y se lleguen a bloquear los avances sociales. Es decir, aceptando esos debates se legitiman opiniones e ideas peligrosas.

No tiene ningún sentido debatir si las vacunas producen autismo o no, la propia existencia de la violencia machista o el papel del ser humano en el cambio climático. Redundar en ello dificulta cualquier solución, termina sembrando más dudas y, en general, constituye una pérdida de tiempo.

La amplificación de ideas peligrosas

En 2019, Joseph P. Overton propuso una teoría política que defiende la idea de que solo un estrecho margen de políticas públicas son aceptables por la sociedad. Más tarde, el comentarista Joshua Treviño postuló cual podría ser la percepción social de diferentes políticas en base a su posición en este margen: cuanto más al centro, más popular; cuanto más alejada, menos aceptada.

Sobre esta teoría, que pasó a denominarse “la ventana de Overton”, se han realizado muchas propuestas. ¿Cómo hacer que ideas que la sociedad ve como radicales (en los extremos o fuera de la “ventana”) se vuelvan más aceptadas? O al revés, ¿cómo hacer que una política que sea aceptada se vea, con el tiempo, rechazada por una mayoría social?

La ventana de Overton es una teoría que guarda una relación muy estrecha con otros dos conceptos: el de hegemonía cultural, desarrollado por el autor marxista italiano Antonio Gramsci en los años 20; y el de “guerra” o “batalla cultural”, creado (o popularizado al menos) por el autor francés Alain de Benoist en las décadas de los 60 y 70.

Estos últimos, en resumen, hacen referencia a los valores y creencias que impregnan la cultura de las diferentes sociedades y que, por lo tanto, unas decisiones políticas sean más aceptables que otras. Mientras que Gramsci aplicó estas ideas al comunismo y al socialismo, Alain de Benoist buscó aplicarlas a la extrema derecha. No en vano, su colegas se hacían llamar a sí mismos “gramscianos de derechas”.

Y es que, este último se dio cuenta de que, aunque los partidos de izquierdas perdieran citas electorales, la sociedad evolucionaba en base a ideas promovidas por los sectores más progresistas. Es decir, a pesar de las victorias electorales de los partidos conservadores, estos tenían que adaptar sus ideas más tarde o más temprano al avance social.

Para Alain de Benoist, la izquierda tenía la hegemonía cultural. Desde que los fascismos fueron ampliamente derrotados en la Segunda Guerra Mundial, los valores más reaccionarios estaban en declive, teniendo que camuflarse o disfrazarse, o asumir estar relegados al ostracismo.

En un intento por frenar el avance de la izquierda, los partidos de derechas o bien asumían los cambios, o bien apelaban al miedo al comunismo en el contexto de la Guerra Fría, o a estrategias más basadas en cuestiones emocionales, personales, estadistas… que en ideas o valores culturales. Pero, al final, izquierdas y derechas tendían a llegar a acuerdos y consensos sociales, como se ha indicado anteriormente.

Sin embargo, De Benoist, que creó un think tank llamado GRECE, dedicó décadas en reconfigurar la estrategia de la extrema derecha para recuperar la hegemonía cultural. Se hacía exactamente la misma pregunta que he planteado antes: ¿cómo hacer que las ideas racistas, xenófobas, machistas, tradicionalistas… se vuelvan aceptables?

Pues bien: este es uno de los grandes peligros de aceptar debates con altavoces de la extrema derecha. David Saavedra, autor de Memorias de un ex nazi, confesó en sus redes sociales que la teoría de la conspiración denominada “El Gran Reemplazo”, que defiende la idea de que la población autóctona está siendo sustituida por población migrante, hace solo unos años solo se escuchaba en círculos neonazis. Sin embargo, ha pasado de ser una idea absurda y marginal a ser defendida abiertamente por partidos políticos que tienen millones de votos.

Otro ejemplo se puede encontrar en la aplicación del artículo 155 de la Constitución a Catalunya tras el referéndum de autodeterminación del 1 de octubre de 2017. Hasta la irrupción de Vox en el panorama político, se trataba de una idea impensable y considerada extremista hasta que la extrema derecha arrastró al fango a toda la derecha institucional, e incluso al PSOE.

Además, existen estudios que prueban que la exposición pública al discurso ultraderechista, ya sea a través de los grandes medios de comunicación o debido al propio funcionamiento de los algoritmos de las redes sociales como YouTube o Twitter, aumenta la aceptación de ideas extremistas, entre otras consecuencias, como el aumento de la crispación social.

El youtuber y periodista de investigación independiente Lord Draugr hablaba abiertamente de este problema en uno de sus vídeos más conocidos, donde admitía haber sido parcialmente atrapado por un sentimiento de odio a base de consumir determinado contenido político en YouTube.

De esta cuestión también se ha hablado en el polémico libro de Hannah Arednt, Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal donde, a través del juicio al jerarca nazi Adolf Eichmann, se concluye que las personas corrientes podrían llegar a cometer crímenes atroces cuando ciertos discursos, ideas y estructuras de pensamiento se adueñan de ellas.

Por lo tanto, aceptar ciertos debates no solo legitima posturas que no son en absoluto opinables, sino que les da un nuevo altavoz, facilitando su difusión y pueden llegar a reconfigurar la percepción social con respecto a las ideas políticas.

La cuestión de ética

En un vídeo sobre la Agenda 2030, el youtuber Isaac Parejo, del canal InfoVlogger, definía como “enemigo” a cualquiera que llevara una chapa de la Agenda 2030. En otro, Roma Gallardo hablaba abiertamente de devolver en caliente a su casa a cualquier persona migrante que fuera recogida en el mar.

Y, en otro, Adrià, del canal Libertad y lo que Surja, debatía con la ex líder neonazi Isabel Peralta que en su sistema político ideal sería legal comprar un terreno donde aplicar políticas antisemitas.

Poniendo el foco en la política institucional, desde la Tribuna de Oradores, la diputada de Vox Carla Toscano dijo a Irene Montero, ministra de Igualdad, “libertadora de violadores”, “defensora de la pedofilia” y que “solo había estudiado en profundidad a Pablo Iglesias”. Poco después, ante las lágrimas de impotencia de Montero, dicha diputada se burló en público.

Por no hablar de que ciertos creadores de contenido y sus seguidores han protagonizado campañas de acoso contra activistas de izquierdas. De hecho, buena parte del contenido de estos altavoces de la extrema derecha se basan en el ataque verbal y el señalamiento indiscriminado a activistas (y no activistas), motivo por el cual han sido tildados de “monetizadores del odio”.

Un aspecto que han descrito perfectamente desde Colectivo Cuellilargo o Proyecto UNA. En concreto, desde el canal de Cuellilargo se hizo un análisis exhaustivo del modo de proceder habitual de los creadores de contenido que defienden estos discursos, y cómo buena parte de sus métodos para conseguir popularidad se asientan sobre la crítica destructiva al contenido ajeno.

Lo cual, paradójicamente, había llegado a tener consecuencias negativas para ellos mismos. Sin ir más lejos, el influencer Un Tío Blanco Hetero llegó a cerrar su chat en la plataforma de streaming Twitch por continuos comentarios racistas y xenófobos y, a través de su cuenta en Twitter (ya suspendida) se quejó de que cada vez había «más y más» radicalización… y que el «podría» haber contribuido a ello.

Más allá de si es útil o contraproducente, por lo tanto, habría que preguntarse si es ético aceptar debates y compartir espacios con altavoces de la extrema derecha. ¿Es moralmente aceptable sentarse en la misma mesa de una persona que ha ridiculizado abiertamente a una compañera, o la a señalado hasta el punto de tener que cerrarse las redes sociales debido al acoso de los seguidores de cierto creador de contenido?¿No supone en muchas ocasiones, al final, compadrear con este tipo de personas?

Es decir, no solo se podría estar legitimando el discurso, sino también a la propia persona que lo defiende, con las implicaciones que todo ello conlleva.

¿Cómo desmontar el discurso de la extrema derecha?

Teniendo en cuenta todo lo anterior, se puede deducir que compartir espacios con altavoces de la extrema derecha incluso cuando se trata de rebatirles ideas, e incluso aunque se les deje en mal lugar, no solo puede no servir para nada, sino que podría no ser tampoco ético, al menos en muy buena parte de los casos, pues siempre puede haber excepciones a la norma.

De hecho, como indican desde el Colectivo Cuellilargo, hablar de ellos, replicarles o mencionarles en exceso, incluso aunque sea desde los espacios propios y sin compartirlos con ellos, es posible que no fuera la mejor opción, puesto que se corre el riesgo de aumentar su visibilidad o de darles material para generar más contenido, contribuyendo así a crear un círculo vicioso que al final termina desviando la atención u otro tipo de consecuencias negativas.

Por otro lado, parece lógico pensar que callarse, ignorar o no responder como una norma general tampoco es útil. Además de que debe existir el derecho a la legítima defensa, existen ciertos momentos donde rehuir el debate resulta imposible, tal y como sucede en política institucional, o en determinados programas de televisión, donde el abandono de un sector provocaría la apropiación de espacios de discursos indeseables.

En general, como afirman profesionales expertos en extrema derecha como Miquel Ramos, no existe una varita mágica para frenar estos discursos. Por supuesto, parece un craso error caer en medios de comunicación que ofertan en prime time entrevistas a ultraderechistas como Santiago Abascal o Macarena Olona, e incluso a líderes abiertamente neonazis como Isabel Peralta. Hay activistas que incluso piensan que sí es positivo debatir con altavoces de la extrema derecha una vez se han cumplido ciertas premisas, como sucede con Alan Barroso. Pero entonces, ¿cuál es el límite de lo que debería ser aceptable?

La cuestión está todavía a debate, y quizá dependa de un conjunto de factores: el contexto social y político, el tipo de discurso que se defienda, la visibilidad y el alcance de la personalidad o grupo a rebatir en cuestión, el momento, las formas, el foco… por lo que es difícil establecer reglas generales que se puedan aplicar en todo tipo de casos y circunstancias.

Alguna de las claves de las que habla Miquel Ramos, coordinador del informe De los neocón a los neonazis y autor de Antifascistas es, además de evitar compartir o abrir espacios a personalidades de extrema derecha o blanquear o hacer más amables sus discursos e ideas, podría ser la de no comprar los mismos marcos de debate.

Es decir, elaborar un discurso propio con una estrategia comunicativa concreta y, desde esa posición, defenderlo y contraponerlo al discurso ultraderechista allí donde es más débil: en la capacidad de hacer frente a las necesidades de la mayoría de la gente, en la defensa de los derechos humanos y de las libertades civiles básicas, etc.

Más allá de una mejor educación, de un sistema que no provoque crisis profundas y de una acción política que solvente las desigualdades y genere la suficiente confianza, una de las claves podría estar en desarrollar un posicionamiento y una dirección propia, en un amplio pacto social que tenga el antifascismo como línea roja y en desplazar el foco a conseguir más y mejores consensos sociales. Pasar de estar a la defensiva a disputar el terreno a las ideas peligrosas.

Sin duda, uno de los mayores retos a los que se enfrentan las sociedades modernas.

La mayoría de estas querellas han fracasado como se ha comentado, pero gracias a ellas han conseguido una amplia repercusión mediática que ha permitido a esta entidad del Yunque coger cierta renombre en espacios conservadores y ser una arma judicial para amedrentar a cualquier que se enfrente a los postulados ultracatólicos.

Por qué no debatir con altavoces de la extrema derecha

Adrián Juste

Jefe de Redacción de Al Descubierto. Psicólogo especializado en neuropsicología infantil, recursos humanos, educador social y activista, participando en movimientos sociales y abogando por un mundo igualitario, con justicia social y ambiental. Luchando por utopías.

2 comentarios en «Por qué no debatir con altavoces de la extrema derecha»

  • Debatir con alguien así es debatir con un terraplanista. No vas a cambiar su postura basada en teorías de la conspiración, enemigos imaginarios, falacias, negación sistemática de datos y hechos que les lleven la contraria, ignorancia… sus líderes no creen en lo que venden, lo que importa es que quienes escuchen sí se lo crean. Contra esto, moderación y educación.

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