Memecracia: la infantilización de la política
Desde hace años todo parece una concatenación de memes efímeros aptos para satisfacer los más bajos instintos de los consumidores. Viñetas, mensajes, propaganda que, pese a su aparente naturaleza inofensiva, construyen un sentido coherente dentro del imaginario colectivo de internet. Mercancías cómicas que fabrican ideologías, valores, marcos conceptuales que, inequívocamente, influyen en el transcurso de la cultura política. La memecracia es una realidad inseparable de nuestra forma de consumo inmediato. Estos elementos semióticos, aunque entretenidos para el gran público, reducen la complejidad social del mundo donde coexistimos.
Es cierto que el humor se puede utilizar como un arma política contra el poder hegemónico —de ahí surgen las famosas sátiras del siglo de oro español— como, por ejemplo, el caso del cómico egipcio Bassem Youssef y su crítica ácida y mordaz contra el Estado de Israel. No obstante, esta tendencia totalizadora comporta una apropiación del ciberespacio en favor de los intereses del statu quo. La circulación masiva de este material humorístico diluye el debate público, dando como resultado una cantina de risas y fiestas donde los temas que de verdad importan se banalizan. Todo este fenómeno busca la espectacularización de la política, el denominado politainment, es decir, que todo asunto político sea, a su vez, un elemento de entretenimiento y humor. No sólo es el efecto que produce en el consumidor, sino qué actores controlan la producción de memes en internet y cómo configuran el storytelling de la actualidad.
Memecracia e infantilización
Si uno es audaz, se empezará a dar cuenta de que, tanto las grandes empresas como los partidos políticos, han empezado a adoptar la memecracia como una estrategia de comunicación efectiva para inocular un prisma ideológico a los internautas. En España, no hay más que contemplar los memes generados por Vox -el partido de ultraderecha-, pero también el PSOE o Sumar. Y además de clase política o empresarial, los líderes de opinión -o también llamados “influencers”– también llevan tiempo compartiendo y reaccionando a este tipo de contenido humorístico que embriaga el debate público. Eso implica que las grandes audiencias que abarcan estos actores beben de esos productos visuales cotidianamente, lo que encierra una producción masiva de opinión.
De hecho, la infantilización de la sociedad fruto de este fenómeno está correlacionada con la polarización política que estamos experimentando. Y más concretamente con el auge del fascismo en occidente -no hay más que observar fenómenos como Pepe the frog o Wojak, memes muy popularizados dentro de la fachoesfera-. Más recientemente, el asesinato del comentarista ultraconservador, Charlie Kirk, no sólo ha derivado en una generación de memes sórdidos en redes sobre las circunstancias de su asesinato, sino que además el supuesto perpetrador del disparo, Tyler Robinson, dejó grabados mensajes en los casquillos de las balas relacionados con groypers, con videojuegos y con la cultura de internet. En pocas palabras, un memécrata de pies a cabeza. El problema radica en la banalización del mal —como esgrimía Hannah Arendt— que esta lógica instala. Hay demasiadas muestras de ello: desde vídeos e imágenes satíricas de Jeffrey Epstein y Trump hasta camisetas de Luigi Mangioni vestido como la virgen María.
Control de la opinión pública, reproducción de la violencia

Por todas estas razones, los memes son un medio de propaganda infalible en estos tiempos de inmediatez y sobreestimulación informativa. Son caramelitos fáciles de consumir; productos de usar y tirar. Los mensajes son claros y precisos, —pese a estigmatizar, reducir o discriminar— pero generan un gran impacto en el usuario que lo visualiza. Ya observamos que esta memecracia no es inofensiva, dado que los memes pueden reproducir la violencia sistemática ejercida contra lo marginal. Las big tech y los gobiernos conocen el virtuosismo de esta praxis comunicativa originada en los albores de internet. Los poderes fácticos saben que, valiéndose de un algoritmo refinado por la IA, pueden controlar la opinión pública a través de risotadas superfluas en forma de memes, memes y más memes. De esa manera se genera demasiado ruido como para oír voces disidentes que gritan desde la lejanía.
Todo esto desprende un hedor pútrido. Este año hemos sido testigos de cómo figuras como Donald Trump, Elon Musk o J.D. Vance —el vicepresidente de EEUU— protagonizaban escándalos o situaciones surrealistas que podrían encajar en un sketch de los Monty Python. Se dice que en política toda acción conlleva una reacción. ¿Acaso la realpolitik se está convirtiendo en un meme en sí mismo? ¿Los problemas estructurales que nos atraviesan a nivel multidimensional se han convertido en meras tendencias fugaces? Desviar la atención es un rasgo inherente a nuestro sistema mediático, en la medida en que oculta la magnitud de la desigualdad material que compromete el contrato social. Por muy gracioso que suene, siento que nos conducimos a una memecracia totalitaria, donde ya ninguna noticia es lo suficientemente acuciante como para tomarla en serio, como si viviéramos en un Show de Truman espeluznante. Así volvimos a ese bucle infestado de memes en cuyo regazo reímos sin parar junto a nuestros contactos, hasta que no quedase nadie dispuesto a reírse más.
Autor: Adrián Haro
