Acabemos con la desinformación
La expresión “fake news” apenas aparece como un término que se utilizara demasiado en todo el mundo hasta aproximadamente el año 2016. Antes de eso, los mitos y los bulos también existían, de hecho, siempre han existido. La desinformación como arma se ha dado desde hace siglos.
Sin embargo, coincidiendo con el auge del populismo de la derecha radical y más concretamente con las elecciones estadounidenses de ese año que fueron ganadas por Donald Trump, además de otros eventos como el referéndum del Brexit o la crisis de refugiados de la guerra siria, se ha convertido en un concepto bastante habitual.
Y es que, cuando pensábamos que las nuevas tecnologías de la información, como Internet o los servicios de mensajería instantánea, facilitarían a la población el acceso al conocimiento y a la cultura, resulta que distribuyen las noticias falsas como si de un virus se tratase. Esto es así hasta un punto en que no importa que el bulo se desmienta a los pocos días. El daño que hace en el proceso sale indudablemente rentable para quien lo provoca.
La desinformación como estrategia de manipulación de masas
Decía el autor Gustav Le Bon en su célebre obra La Psicología de las Masas (1895) que el individuo, cuando se diluye en el grupo social, pierde su individualidad y se vuelve carente de razonamiento. Décadas más tarde, Willem Reich, en su libro La Psicología de las masas del fascismo (1973) trataba de analizar un aspecto que volvió locos a los profesionales de la psicología de la época: cómo la Alemania nazi había sido posible.
Estos análisis contribuyeron a analizar científicamente cómo gente normal y corriente, en determinadas circunstancias, podría sostener regímenes enfermizos, asesinos y genocidas. Se analizaron variables como el contexto social e histórico o las estrategias empleadas por el nazismo o el fascismo.
En una dramatización mucho más moderna, la película de Netflix ‘Hater’ (2020), analizaba cómo el panorama político de un país como Polonia era manipulado con enorme facilidad gracias al uso de bots y cuentas falsas por empresas privadas de márketing al servicio del mejor postor.
En este sentido, la estrategia de la desinformación, en realidad, no tiene como objetivo que te creas las mentiras que se difunden. El objetivo último es la llamada posverdad: crear un imaginario colectivo donde asociemos determinados conceptos con emociones negativas, tales como rechazo o incluso odio.
Incluso aunque después podamos leer que, por ejemplo, es falso que las personas migrantes reciben todas las ayudas y privilegios habidos y por haber, si durante meses nos repiten una y otra vez bulos similares, al final se produce una sensación agria, el tan manido “miente que algo queda”. Sensación que, además, se asienta sobre prejuicios ya establecidos socialmente.
No en vano, por eso mucho de los bulos o “fake news” que se difunden tienen como punto de mira a colectivos de personas vulnerables y/o tradicionalmente discriminados, o bien de grupos que reciben el rechazo mayoritario de otro. Es decir, es mucho más fácil que te creas una mentira sobre un negro, de un homosexual o de tu rival político. Y especialmente si se repiten una y otra vez.
Otro claro ejemplo lo tenemos con la financiación ilegal de Podemos. Incluso cuando ya se ha desmentido cientos de veces que esto no es cierto, mucha gente o piensa que es cierto, o piensa que simplemente no han encontrado pruebas. No importa que precisamente Podemos sea uno de los partidos más transparentes y menos corruptos de lejos en comparación a PP, PSOE o Vox.
Es fácil construir un imaginario de este tipo cuando se trata de políticos o de partidos, más aún si además te genera animadversión. Es más, si alguien que no le gusta Podemos está leyendo este artículo, utilizará este último párrafo para renegar del artículo entero e invalidar mi opinión.
Así es como Adolf Hitler utilizó de chivo expiatorio a la población judía y así es como Vox o Alternativa para Alemania ponen el foco en la inmigración, los comunistas o las feministas. Por no hablar de las innumerables teorías de la conspiración sobre las que no hay absolutamente ninguna prueba y que, casualmente, van casi todas en una misma dirección.
La estrategia de desinformación ha encumbrado a líderes populistas como Jair Bolsonaro en Brasil en 2019 o a Donald Trump en Estados Unidos en 2016, pero también ha contribuido sin lugar a dudas a que la ultraderecha multiplique sus resultados en los últimos diez años. Así al menos lo han concluido diferentes análisis, como el realizado por la Unión Europea en 2019.
La desinformación: un virus que afecta a todos los ámbitos
Sin embargo, a menudo se nos escapa que la desinformación no afecta únicamente a los hechos de actualidad social y política. Últimamente, la ciencia está siendo otra de las grandes víctimas. Aunque siempre han existido mitos alrededor de la Psicología o la Medicina, estamos llegando a puntos realmente absurdos como negar la existencia del coronavirus, decir que los gobiernos nos quieren implantar chips con las vacunas o creer que La Tierra es plana.
¿Te parece una tontería? Seguro que mucha gente que piensa que son deducciones inverosímiles, sí cree que el virus ha sido creado en laboratorio artificialmente por China o por algún gobierno. O, como mínimo, tiene una duda muy razonable.
No importa que se lleve avisando de esto desde hace años, que tengamos una enfermedad potencialmente viral cada 5 ó 10 años, que hayan existido muchas pandemias en la Historia o que la ciencia haya descartado esta opción: la creencia de que el virus ha sido fabricado responde a un imaginario previamente creado por nuestra sociedad alrededor de China y de cómo funcionan los virus. Y también a una necesidad emocional. Es terriblemente fácil generar la falsa creencia de que esto ha sido así y por eso circulan tantos bulos sobre esto, incluso entre personas que se supone que son inteligentes y tienen estudios.
Ese es uno de los grandes problemas de la desinformación: se aprovechan de aspectos psicológicos y emocionales difíciles de controlar. Si a esto le unimos que la gente está, por lo general, poco educada en el pensamiento crítico y que nuestro estilo de vida está basado en el consumo rápido con poca disponibilidad para uno mismo, tenemos el pack completo.
Tampoco falta, por supuesto, el hecho de que vivimos en una sociedad profundamente individualista: mi opinión es mi opinión y tengo derecho a tenerla, aunque crea que beber lejía me curará del virus. Y así, tenemos escuelas en Estados Unidos que enseñan creacionismo y teoría de la evolución como si fueran creencias equiparables, válidas y aceptables en la misma medida.
Por supuesto, los bulos afectan a más ámbitos, como el de los timos y el del crimen organizado, que pueden acarrear más de un disgusto a las posibles víctimas.
Si la desinformación provoca que se generen burbujas de emociones negativas asociadas a creencias erróneas sobre ciencia y política que, en última instancia, benefician a élites económicas y políticas y dañan la salud y ponen en peligro los derechos humanos, parece inteligente que busquemos métodos para ponerle coto.
Cómo acabar con la desinformación
Por desgracia, no existe un consenso alrededor de cómo frenar que un dato falso se viralice en pocas horas y contribuya a generar opinión errónea sobre un determinado tema.
En España, se aprobó un procedimiento la pasada semana destinado a combatir la desinformación, pero ha generado numerosas críticas tanto desde la oposición como desde los medios de comunicación por ser demasiado ambiguo y por no contar con mayor apoyo parlamentario y la participación de los agentes sociales afectados. Opinión que comparto, alejándome, eso sí, del catastrofismo agitado desde la derecha y la ultraderecha.
Lo más peliagudo y lo primero que se debería considerar es que nadie puede por sí solo decidir lo que es verdad y lo que no y tomar medidas en consecuencia. Esto puede poner en peligro la libertad de expresión. También es peligroso legitimar a diferentes órganos, públicos o privados, para que contrarresten información y, con el tiempo, se conviertan en referentes de “la verdad”.
Por otro lado, limitarnos a la labor pedagógica de la concienciación y de la educación en el pensamiento crítico es, además de una utopía, una medida muy a largo plazo. Por supuesto, realizar campañas sobre cómo distinguir noticias falsas y abogar por el periodismo de calidad debe de ser una cuestión totalmente necesaria e incluso, quizá, introducirla en escuelas. Yo tuve una asignatura en la universidad basada enteramente en localizar artículos científicos mal planteados. ¿Por qué no hacer algo similar pero con bulos y “fake news”? El “no te creas todo lo que lees por Internet” pero llevado a la máxima potencia.
Pero, ¿qué podemos hacer en el aquí y en el ahora? Se tome la decisión que se tome, se debe contar con la implicación de todos los agentes sociales y políticos y generar un gran consenso, además de la participación de personas expertas en Derecho y en cuestiones jurídicas. Incluso aunque las medidas a tomar se limitaran en un principio a los casos más escandalosos, habría que actuar con cautela y priorizando la libertad de expresión.
En lo personal, me parece que quien difunda intencionadamente una noticia falsa debería, al menos, tratar de reparar el daño que ha causado: si has viralizado que bebiendo lejía se cura el coronavirus, qué menos que modificar el artículo y/o crear otro que se intente difundir con la misma intensidad.
Por supuesto, habría también que evaluar los daños de la noticia falsa. No es lo mismo difundir que La Tierra es plana que difundir la foto de un chico de rasgos marroquíes como culpable de un atentado.
Eso sí, ninguna medida funcionará si los grandes medios de comunicación y los principales partidos políticos, con el apoyo de la mayoría de la gente de a pie, no se ponen de acuerdo para combatir la desinformación. Esto no va de que un periódico tenga una línea editorial determinada, priorice una información por sobre otra o tergiverse algún que otro dato. Hablamos de mentiras, de datos y hechos total o parcialmente inventados.
Y sabiendo las redes de conexión que unen a ciertos medios con ciertos partidos, además de las redes clientelares de unos y de otros, podemos entender que al mínimo intento de tratar de regular la difusión de bulos se tache al gobierno de turno de “orwelliano”.
De cara al futuro
Me encanta la tecnología. Creo que es una herramienta fantástica para facilitar la implantación de la democracia y del sentido crítico. Pero eso no me impide aceptar que va a ofrecer cada vez mayores facilidades para generar desinformación.
Por ejemplo, ya existen formas de generar automáticamente “fake news”, conversaciones inventadas en audio (con la voz que queramos) o en texto o poner un rostro determinado a una cara que no le pertenece gracias a la tecnología basada en las redes neuronales.
Esto significa que, en unos 10 ó 20 años, o incluso puede que menos, determinadas organizaciones puedan recrear con enorme realismo una entrevista falsa con audio y vídeo incluido. ¿Te parece que podría ser fácil de desmentir? Se han viralizado imágenes que, al menos para mí, era asombrosamente fácil de descubrir que se trataba de un montaje. Y, aun así, se distribuían a toda velocidad. Con vídeos y con audios podría pasar exactamente lo mismo.
No me queda más que apelar a la responsabilidad individual. Tengo muchos contactos que, a pesar de su formación, experiencia y sentido crítico, publican y comparten bulos sin la más mínima comprobación, “por si acaso”, o bajo la excusa de “bueno, así si es mentira, que alguien lo desmienta”. Curiosamente publicaciones en la línea ideológica de la persona que, por supuesto, una vez desmentidas, no borran ni se molestan en corregir.
Pues lo siento, pero a mí no me vale, igual que detesto la agresividad y el tono de muchas publicaciones que se comparten. Me cansa que nos refiramos a los cargos públicos como “el coletas” o el “vicemarqués” o “Irene Montera” o “Fachascal” o cuestiones por el estilo. Estas estrategias comunicativas están denigrando la política, unos para conseguir ser virales, otros cayendo en el mismo juego que contribuye a convertir todo en un gigantesco circo.
Al final, como siempre, quien pierde es el ciudadano, el trabajador de a pie que, mientras no llega a fin de mes o está a punto de ser desahuciado, le chilla a su televisor palabras que nunca serán escuchadas.
Seamos personas rigurosas, serias y con sentido crítico. Acabemos con la desinformación.
Jefe de Redacción de Al Descubierto. Psicólogo especializado en neuropsicología infantil, recursos humanos, educador social y activista, participando en movimientos sociales y abogando por un mundo igualitario, con justicia social y ambiental. Luchando por utopías.