Colombia no es país para sindicalistas
Artículo original de Eulixe: Colombia, uno de los países más mortíferos para ser sindicalista
Desde la firma del acuerdo de paz entre el Estado y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en 2016, los asesinatos de líderes sociales han aumentado: según la ONU, son 600 los que han sido asesinados desde entonces. Pero, antes de la firma, los líderes sociales ya estaban bajo amenaza, sobre todo aquellos que representaban a los trabajadores.
Brasil, Bangladesh, Egipto, Honduras, India, Kazajstán, Filipinas, Turquía, Zimbabue y Colombia son clasificados por la Confederación Sindical Internacional (CSI) como los peores diez países del mundo para los trabajadores y las trabajadoras. Y el caso colombiano, por desgracia, destaca por las terribles cifras que se contabilizan: entre 2019 y el primer semestre de 2020, la CSI contabilizó cuatro intentos de homicidio contra sindicalistas, una desaparición forzada, 198 amenazas de muerte y 14 líderes sindicales asesinados.
En total, se calcula que entre 1973 y 2019, 3.300 sindicalistas fueron asesinados en Colombia según la Escuela Nacional Sindical (ENS). Al respecto, no son pocas la voces que señalan que el Estado, con su acción u omisión, permite este genocidio sindical en un país desgarrado por el enfrentamiento civil.
La Comisión Colombiana de Juristas y la Escuela Nacional Sindical definen que la violencia antisindical es de naturaleza política, «como el conjunto de los actos que buscan, a partir de la elección de las víctimas, someter, reducir, asimilar y cooptar el sujeto y la acción sindical a partir de la destrucción violenta, el daño emocional o el exterminio físico». Además, según el sindicalista Luis Alberto Vanegas, estaríamos ante «una persecución sistemática«. «Consideramos que las estructuras criminales que persiguen al gremio buscan atemorizar e impedir la acción sindical y el reclamo por mejores condiciones laborales», subraya.
Radiografía de la violencia en Colombia
Las memorias de la Escuela Nacional Sindical de Colombia (ENS) y los demás sindicatos afirman que «los apoderados del Estado son los principales responsables de la violencia sindical que vivió y vive el país». Desde el 1 de enero de 1973 hasta el 31 de diciembre de 2018, se registraron, según la ENS, 14.992 atentados contra la vida, la libertad y la integridad física de los sindicalistas. De ellos 3.240 fueron homicidios que afectaron a más de 480 sindicatos.
El homicidio de los sindicalistas arreció a partir de 1979. El ENS plantea que entre 1979 y 1984 se registraron de 2 a 7 asesinatos cada año. La cifra aumentó de manera sostenida con el paso de los años, hasta llegar a un primer pico de 138 homicidios en 1988. «Este primer periodo se caracterizó por los asesinatos selectivos a gran escala, al tiempo que paramilitares, Ejército y guerrillas se disputaban la hegemonía en los territorios», subraya la ENS.
Casi diez años después, entre 1996 y 1997, se presentó otro pico de casi 300 homicidios que coincide con un aumento exponencial de las amenazas y con la consolidación de las Autodefensas Unidas de Colombia, el proyecto armado del paramilitarismo de extrema derecha que tuvo un alcance nacional.
Al respecto, hay que recordar que las AUC han dejado un saldo total de 94.754 muertes, casi el doble de los asesinatos que se le atribuyen a las guerrillas marxistas colombianas. A partir del 98, según la ENS, el número de asesinatos se redujo significativamente y en el 2002 volvió a presentarse un repunte de este tipo de práctica. A partir del quinquenio 2008-2012, a excepción del hostigamiento que experimentó su máximo pico en el 2014, las demás formas de violencia mermaron. Aunque la tendencia es decreciente, si se compara con el total histórico, la base de datos de la ENS muestra cómo la violencia letal se incrementó entre el 2014 y el 2018.
En la Colombia rural, según la ENS, los hechos demuestran que la violencia de carácter antisindical pretendía «erradicar reivindicaciones relacionadas con la democratización de la tierra, la economía rural, y la oposición a la implementación de megaproyectos de corte extractivo y a lógicas agroindustriales que, además de concentrar la tierra, alteran los ritmos de trabajo […]».
En los contextos urbanos, los hechos violentos estarían vinculados, según afirma la ENS, a «conflictos laborales motivados por las precarias condiciones de trabajo y las estrategias de sub-contratación con las que se pretenden ahorrar costos de producción». «Las acciones de los grupos armados han perseguido intereses de disolución o reducción del conflicto en provecho de terceros», subrayan.
Por otra parte la ENS también denuncia que «hay evidencia de que muchos trabajadores han pagado con la vida el hecho de denunciar malos manejos presupuestales u oponerse a la privatización y reestructuración de entidades públicas».
El informe de la ENS sugiere que la violencia en las zonas rurales «es mucho más sangrienta y se expresa a través de la tortura, las decapitaciones y los descuartizamientos», mientras que en lo urbano “suelen tener métodos más directos de exterminio o intimidación”.
¿Quiénes son los responsables?
A pesar de la literatura que existe al respecto, según la ENS, en el país «perviven silencios sistemáticos y vacios sobre la verdad respecto a la violencia contra el sindicalismo». Al respecto, esta organización afirma que en el 65% de los casos aún no se ha identificado al responsable.
Sin embargo, según el Sistema de Información de Derechos Humanos de la Escuela Nacional Sindical (Sinderh), los grupos paramilitares son el actor armado «con mayor cantidad de acciones perpetradas contra el movimiento sindical colombiano».
La forma de violencia más utilizada por los paramilitares fue la amenaza y el desplazamiento forzado. En la década del noventa, el paramilitarismo logró infiltrarse y cooptar cargos públicos e instituciones estatales. Varias víctimas del paramilitarismo son precisamente aquellos sindicalistas que denunciaron y se opusieron a la cooptación de los servicios públicos- ENS
Según apunta la ENS, después de los paramilitares, es el Estado, «a través de sus organismos y tropas de seguridad», el mayor victimario del sindicalismo. En 2007 se reveló que existía «un plan de exterminio de líderes sindicales orquestado por algunos altos funcionarios del DAS y paramilitares».
Por su parte, un exdirector de informática del extinto DAS confirmó que esa institución entregó una lista con nombres de varios líderes sindicales que pertenecían a sindicatos como Sindeagricultores, Fensuagro, Sintraelecol y Anthoc, entre otros, líderes que luego fueron asesinados por los paramilitares.
«El DAS también interceptó ilegalmente las comunicaciones de sindicalistas, entró a sedes sindicales y sustrajo información que utilizaba como material de inteligencia, hostigó sindicalistas a través de funcionarios que hacían parte de los esquemas de protección e incluso los utilizó para crear falsas pruebas en procesos judiciales», afirma la ENS.
La evolución histórica del sindicalismo en Colombia y de la represión
La violencia contra el sindicalismo en Colombia se remonta a los mismos momentos de su creación. El 5 y 6 de diciembre de 1928, el Ejército colombiano intervino en una huelga de 25.000 trabajadores de la empresa estadounidense United Fruit Company. El balance de la intervención fue aterrador: entre 1.500 y 3.000 trabajadores fueron asesinados por el mero hecho de protestar.
En las década de los 30 y 40, la incipiente industrialización del país se topó con la emergencia de un sindicalismo que se fortaleció en los 60 y 70: un 14% de los trabajadores llegó a estar afiliado en un sindicato. Pronto, sin embargo, emergieron nuevos obstáculos. Según Aída Rodríguez, experta en cultura laboral de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales en Francia, la industrialización fue «muy precaria y desigual«, los barrios obreros «fueron esporádicos» y no se consolidó una «cultura de clase obrera».
Los trabajadores en Colombia hacían prácticas obreras, pero se mantuvieron social y culturalmente como parte del campesinado. Entonces tienen identidad, pero no hay una colectividad definida, sobre todo en términos políticos y de representación. Y eso impidió la localización de demandas de un grupo específico – Aída Rodríguez
En la década de los cincuenta, la represión se extendió también al campo de la enseñanza. Por ejemplo, algunos profesores eran tildados de “liberales” “alborotadores”, “masones” y “comunistas”, palabras que treinta años después serian reemplazadas por términos como “marxista leninista”, “revolucionario” y “guerrillero”.
En la década de los 60 (aunque surgieron grupos guerrilleros de inspiración marxista como las FARC y el ELN) y en los 70, no se logró materializar una revolución social que lograse combatir el reparto desigual de la riqueza. Además, debido al hecho de que Colombia es el principal aliado y vasallo de Estados Unidos, que en aquella época luchaba sin ningún tipo de escrúpulo contra la expansión de movimientos de corte marxista mediante la llamada Operación o Plan Cóndor, las campañas armadas contra todo lo que tenía que ver con el socialismo mermaron aún más al movimiento obrero.
En la década del 60, especialmente a inicios de los 70, surgieron numerosas organizaciones sindicales en sectores como la agroindustria, la salud, la educación, entre otros. Patronos y gamonales políticos regionales respondieron a tal auge con mecanismos de presión como los procesos disciplinarios, suspensiones, despidos, detenciones arbitrarias, infiltración y militarización de las movilizaciones y las huelgas. – ENS
El clima se hizo mucho más hostil a finales de los 70 con la emergencia del “enemigo común” y el “enemigo interno”, una doctrina de seguridad que atizó las manifestaciones de violencia física, allanamientos, y amenazas contra los movimientos sociales y sindicales involucrados en protestas y movilizaciones.
Julio Cesar Turbay, quien fungió como presidente de 1978 a 1982, sentó las bases de la retórica y la práctica belicista gubernamental al comparar la movilización social y el sindicalismo con palabras y frases como “terroristas”, “subversivos”, “tribu salvaje”, “crimen”, “anarquía”, “revolución social”, “derrumbe del Estado de derecho”.
En los 80 y 90, la violencia y la liberalización de la economía terminaron por «cortar las alas» al movimiento sindical, reduciendo la cifra de afiliación al actual 4 o 5%, según la ENS. Al respecto, según Daniel Hawkins, director de investigación de la Escuela Nacional Sindical (ENS), esta tasa «no es la única forma de ver la situación excepcional del sindicalismo en Colombia». «Si añades su fragmentación y dispersión, así como las restricciones legales, te das cuenta que es difícil una violación más clara de los derechos laborales», afirma.
En 1990, el presidente Cesar Gaviria ordenó a las centrales obreras suspender el paro programado para noviembre de aquel año, y amenazó con suspender la personería jurídica de los sindicatos que apoyaran el paro y con enviar a la cárcel a sus promotores. Además, su gobierno autorizó que los empresarios despidieran a los empleados que participaran en las movilizaciones y prohibió a los medios de comunicación transmitir información sobre el paro; medios que se dedicaron difundir y reforzar los imaginarios negativos sobre las actividades sindicales y las protestas ciudadanas – ENS
A día de hoy, más del 80% de los sindicatos en el país tienen menos de 100 afiliados y el resto tienen poco más de 25, que es el mínimo de los miembros. Salvo en el caso de los maestros, los sindicatos en Colombia son organizaciones pequeñas y descentralizadas.
En los años 90, debido al proceso de liberalización de la economía, el empleo se flexibilizó y se burocratizó. Debido a este hecho, según cita el ENS, hubo una proliferación de contratos de prestación de servicios, que tienen términos fijos y escasas restricciones, y los llamados pactos colectivos, que son acuerdos negociados entre las empresas y los trabajadores no afiliados a los sindicatos.
Además, la cifra de informalidad laboral en el país ronda el 50 y 70%. Eso significa que más de la mitad de la población económicamente activa no tiene un contrato ni mucho menos incentivos para afiliarse a un sindicato.
En los 90, además de la consolidación galopante del modelo neoliberal, se registró un fortalecimiento de los grupos armados ilegales de extrema derecha gracias al narcotráfico, entre otros elementos. De este modo, se afianzó la feroz guerra entre el Estado y los paramilitares contra las guerrillas de corte marxista.
En general, hubo un consenso entre agentes estatales, civiles y militares, y los grupos paramilitares y de sicarios para atacar a los sindicalistas atribuyéndoles lazos con la insurgencia, tachada por el gobierno de terrorista – Mauricio Archila
Las confesiones e investigaciones judiciales, además, han demostrado que los grupos paramilitares, los principales victimarios del sindicalismo, usaban la mera sospecha o rumor de que alguien era guerrillero para torturarlo y asesinarlo.
Sin embargo, hoy en día la lógica sigue siendo la misma, pero con actores diferentes: por ejemplo, nuevos grupos paramilitares asesinan líderes sociales o sindicalistas con el objetivo de desarticular cualquier asociación que amenace su control social y territorial. Según el sindicalista Edwin Palma, «las estructuras paramilitares siguen intactas, solo han cambiado de nombre. Y obviamente donde hay presencia de grupos paramilitares hay enemistad con las organizaciones sociales, sindicales y populares».
Los grupos armados ilegales han buscado, a través de la violencia, desestimular formas de participación ciudadana civil que puedan organizarse alrededor de sus derechos democráticos. A través de los asesinatos selectivos de sindicalistas, líderes sociales, defensores de derechos humanos o defensores de paz, los grupos ilegales buscan romper los tejidos sociales, las cabezas visibles, y dejarlas sin ese liderazgo que empodera a la comunidad, le informa de sus derechos y busca mecanismos de restitución de tierras – Fernando Posada, politólogo e investigador de los asesinatos de líderes de la University College de Londres
Algunas conclusiones finales
A día de hoy, las cosas no marchan bien en Colombia. Por un lado, el acuerdo de paz que se firmó en 2016 entre el Estado y las FARC hace aguas, y no es precisamente por culpa de las FARC (oficiales). Se calcula que estos cuatro años 200 ex-FARC han sido asesinados y no son pocas las voces que acusan al Estado de ser partícipe o de mirar, simplemente, a otro lado ante esta realidad.
Ocurre los mismo con los líderes sociales y sindicales que se atreven a cuestionar los poderes establecidos. Su destino sigue siendo la muerte. Mientras, las fuerzas paramilitares de extrema derecha y los Ejércitos privados siguen campando a sus anchas en un país que se puede considerar un (narco) Estado fallido.
El índice de pobreza atestigua claramente que las riendas del país siguen en manos de una élite oligárquica que hace todo lo que puede y más para mantener la estructuras de segregación económicas. Se calcula que seis millones de colombianos se sumergirán en la pobreza debido a la crisis provocada por el coronavirus.
Sin embargo, incluso sin medir los efectos de la pandemia, en 2019 la pobreza aumentó en Colombia. El país terminó con una tasa de 37’5% en pobreza monetaria, que mide el costo de las necesidades básicas de alimentación, alojamiento, transporte y servicios públicos.
Algunos expertos vaticinan que llegará al 62% a finales de este año. En total, se calcula que 17’5 millones de personas viven en la pobreza actualmente. Según el Banco Mundial, el coeficiente Gini del país en 2018 era de 0,504. Este hecho atestigua que Colombia es uno de los países más desiguales del mundo en lo referente a la distribución de la riqueza.
También hay que subrayar el hecho de que Colombia sigue siendo el principal aliado y vasallo de Estados Unidos en la región. El país es sistemáticamente utilizado por el Departamento de Estado estadounidense como su ariete particular, situación que fortalece aún más a la oligarquía nacional. De hecho, se podría afirmar que Colombia ha sido un actor clave en la desestabilización de los regímenes soberanistas que se extendieron por el continente a partir de la década de los 2000.
Por último, sería conveniente realizar la siguiente reflexión final. ¿Cómo es posible que en un país que se considera «tan cristiano» se produzcan asesinatos sistemáticos y todo tipo de atropellos de los derechos humanos y se siga consolidando una estructura que segrega sistemáticamente a una amplia parte de la sociedad?
¿Qué ha ocurrido con los principios de equidad, justicia, dignidad y benevolencia? ¿Acaso no dice el evangelio que hay que ayudar y proteger a los más vulnerables? Llegados a este punto es de vital importancia recordar que los 17’5 millones de pobres no son pobres por la gracia de dios o por algún hecho sobrenatural. Son pobres y viven en la miseria porque el sistema y la clase dirigente lo ha querido así.
Mientras, el Presidente Iván Duque celebra el 101 aniversario del reconocimiento de la Virgen de Chiquinquirá como Patrona de Colombia y afirma que «todos los días en profunda oración» le da las gracias y le pide por su país. Todo correcto.