Los jueces han secuestrado la democracia
El tema del que hablaré en las próximas líneas debería ser, a mi juicio, el caballo de batalla de toda la izquierda y el progresismo en los próximos años por el potencial, me atrevería a decir revolucionario, que posee. A pesar de la importancia que tiene, es un asunto que, para sorpresa de nadie, raramente se aborda en las tertulias políticas y, cuando se hace, no se plantea más que superficialmente, sin entrar de lleno en la problemática que este representa para la democracia, y que tiene que ver con los jueces y el sistema judicial.
Últimamente hemos podido ver cómo, tras varias sentencias judiciales polémicas, el papel de algunos tribunales judiciales ha sido objeto de debate público en España, como el del Tribunal Constitucional o el del Tribunal de Cuentas. Sin embargo, este debate se ha limitado a dirimir si los jueces y juezas de las altas instancias judiciales son progresistas, conservadores o incluso reaccionarios.
A propósito de esto, no hay demasiado que debatir, ya que los datos avalan que solamente las clases adineradas triunfan en la carrera judicial. Un 61,3% de los jueces graduados en 2020 no habían trabajado nunca, siendo mantenidos económicamente por sus padres durante los casi 5 años de media que tardan en prepararse la oposición. Asimismo, un 79% tiene padres con estudios universitarios y solo el 4,8% necesitó una beca para costear sus estudios universitarios.
Así pues, existen considerables barreras de entrada a la carrera judicial para las clases trabajadoras, que son principalmente que los opositores y opositoras tengan una familia que pueda mantenerlos mientras estudian para la oposición y que, además, puedan pagarles un buen preparador. A esto se suma que, una vez dentro de la carrera, las conexiones laborales y políticas son determinantes para conseguir un ascenso. De este modo, los jueces adinerados, conservadores y con contactos son los que acaban llegando a los altos tribunales españoles.
Ante esta realidad el PSOE ha anunciado que pretende democratizar la carrera judicial impulsando un sistema de becas para opositores a judicatura, con el objetivo de ‘’incrementar el pluralismo en el seno del poder judicial y romper inercias elitistas’’, una frase que hay que leer dos veces para creer que viene del PSOE.
Más allá de que esta pudiera ser una buena medida, lo que pretendemos hacer aquí es superar este debate entre jueces conservadores y progresistas para entrar de lleno en un debate mucho más interesante y central para la democracia: la problematización del papel del poder judicial en las democracias contemporáneas.
El papel del poder judicial en las primeras democracias liberales
En la actualidad, no se entiende que un país es democrático si este no tiene un tribunal constitucional que revise que las leyes aprobadas por el parlamento no vulneran los derechos reconocidos en una Constitución previamente refrendada por el pueblo. Sin embargo, esto no ha sido siempre así y los jueces no han jugado siempre este rol.
Las democracias de los países occidentales del siglo XIX eran sistemas democráticos de tipo mayoritario. Este modelo de democracia se caracteriza básicamente por entender que una ley es o no es democrática en función de si ha sido aprobada o no por la mayoría del pueblo. No podemos olvidar que en muchos de estos sistemas no se reconocía que las mujeres o los negros fueran parte del pueblo, pero aun así se mantenía esa idea de que lo que ellos concebían como pueblo era el sujeto que debía decidir sobre las leyes, sobre lo político, sobre sus vidas.
Así pues, tanto de la revolución estadounidense como de la francesa surgieron sistemas políticos democráticos de tipo mayoritario. En el caso estadounidense, el jurista y profesor en universidades como Stanford o Harvard Larry D. Kramer explica en su obra Constitucionalismo popular y control de constitucionalidad que durante los primeros años de la revolución estadounidense los ciudadanos eran los encargados de ejercer el control de constitucionalidad.
Es decir, no había ningún tribunal constitucional que pudiera oponerse a una ley aprobada por los representantes de la soberanía popular, sino que eran los propios ciudadanos quienes debían manifestarse o sublevarse si consideraban que sus derechos estaban siendo vulnerados. El mayor ejemplo es la misma revolución de 1769, en la que los estadounidenses se levantaron en armas porque entendían que el rey Jorge estaba vulnerando su derecho constitucional, que les venía dado por Inglaterra, pero que consideraban como propio.
Este sistema no es ideal, principalmente porque requiere de una movilización ciudadana constante y en ocasiones violenta para defender los derechos del pueblo. Por ello, los americanos se fueron planteando mecanismos que permitieran resolver estos conflictos sin violencia: un consejo de censores elegidos directamente por el pueblo que pudieran destituir a los diputados si consideraban que alguna de sus leyes vulneraba los derechos de los ciudadanos o elecciones legislativas anuales, entre otros.
Sin embargo, en ningún caso concibieron crear un tribunal constitucional con las facultades que estos tienen a día de hoy. Nunca se plantearon que un órgano que no ha sido elegido directamente por el pueblo pudiera declarar inconstitucionales leyes aprobadas por los representantes de la soberanía popular.
La revolución francesa, que se inspiró enormemente en la revolución americana, también arrojó un sistema democrático mayoritario. Las leyes que emergían de la Asamblea Nacional, máxima expresión de la soberanía popular, jamás podían ser cuestionadas por un juez. De esta forma, en la Constitución de 1791 el único con facultad para vetar leyes era el rey, hasta que Luis XVI fue pasado por la guillotina, y en la Constitución de 1793 los únicos órganos que podían tumbar una ley eran las asambleas ciudadanas (artículo 59). Ni rastro de tribunales constitucionales.
Asimismo, los franceses representan una destacada excepción hoy en día en lo que a tribunales constitucionales respecta, ya que no tienen tribunal constitucional. Lo más parecido a uno de estos en el sistema político francés es el Consejo Constitucional.
Generalmente, los tribunales constitucionales están compuestos por jueces que se dicen independientes. En cambio, el Consejo Constitucional lo integran los expresidentes de la República y nueve cargos de designación política, que tienen carnet de partido y no deben ser juristas necesariamente.
Además, el Consejo Constitucional no puede realizar control de constitucionalidad a posteriori, solamente puede hacerlo antes de que la ley se tramite. Así, el Consejo Constitucional francés no podría haber revisado el decreto del estado de alarma un año después de que este se aprobara, como ocurrió en España.
Vemos, por lo tanto, cómo ha habido y hay muchas formas de entender la democracia sin un tribunal constitucional, siendo algunas de ellas incluso opuestas a la hegemónica a día de hoy en países como España.
De las democracias mayoritarias a las democracias sustantivistas
A pesar de que las revoluciones liberales de finales del siglo XVIII originaron democracias de tipo mayoritario, ya en el siglo XIX y especialmente en el XX se produjo una paulatina pero inexorable tendencia de estas democracias mayoritarias hacia modelos sustantivistas.
Si en las democracias mayoritarias se ponía el acento en que las decisiones políticas las tomara la mayoría del pueblo, es decir, en la forma o procedimiento en el que se toman las decisiones, en las democracias sustantivistas se pone el acento en la naturaleza de la propia decisión. Por ello, en este tipo de sistemas democráticos se entiende que lo que hace más o menos democrática a una ley no es que esté aprobada por la mayoría del pueblo, sino si esta respeta en mayor o menor medida los derechos de las personas.
Podemos remontarnos más de 200 años atrás para encontrar los inicios de este proceso de transición. En Estados Unidos, el entonces presidente John Adams, por los federalistas, y su vicepresidente Thomas Jefferson, por los republicanos, se enfrentaron en las elecciones presidenciales de diciembre de 1800, en las que Jefferson acabaría imponiéndose por una amplia mayoría.
Adams, que había previsto la victoria de Jefferson, quiso mantener el poder mediante el control del poder judicial y se dedicó a nombrar numerosos jueces afines. Así, durante los años posteriores comenzaría una campaña de desobediencia hacia el gobierno de Jefferson de los jueces federalistas nombrados por Adams, que consistió en que los jueces fueron inaplicando leyes bajo el pretexto de que a su parecer estas eran inconstitucionales.
Finalmente, tras décadas de disputa política e incluso violenta, y también gracias a la aportación teórica de autores como Alexis de Tocqueville o Benjamin Constant, las posiciones de los federalistas se acabaron legitimando y, para 1825, ya había jueces insurrectos en todos los estados norteamericanos. De este modo, que los jueces se opusieran a una ley emanada del parlamento se acabó normalizando en la sociedad estadounidense, siempre bajo el pretexto de que los derechos fundamentales explicitados en la Constitución no se vulneren.
Otro punto de inflexión para la transición del modelo mayoritario al sustantivista fue la Segunda Guerra Mundial. El genocidio del pueblo judío conmocionó al mundo no solo por la crueldad de las acciones de los nazis, sino también porque una gran parte de la sociedad alemana comulgó y fue partícipe de ellas. Esto puso en jaque a las democracias occidentales, ya que demostró que un líder elegido por la mayoría del pueblo podía vulnerar los derechos fundamentales de millones de personas.
Así pues, tras la derrota del ejército nazi, comenzaron a proliferar los tribunales constitucionales en las democracias liberales. Hay quienes argumentan, como el jurista italiano Luigi Ferrajoli, que esto se explica porque tras la Segunda Guerra Mundial surgió una especial preocupación por los derechos humanos que se materializó en tribunales constitucionales encargados de protegerlos.
Por otro lado, también hay quienes defienden que las élites políticas y económicas que antes no se habían preocupado por la miseria de los trabajadores no habían empezado a hacerlo de repente. Aparecen, por lo tanto, teorías alternativas para explicar esta proliferación de tribunales constitucionales.
El jurista británico Paul Mahoney dirá que esto se debe a una estrategia en un contexto de posguerra e inseguridad para crear seguridad jurídica y, por ende, crecimiento económico, en tanto que las inversiones demandan seguridad. Por su parte, el politólogo canadiense Ran Hirschl observará que esto responde a un plan de las élites económicas para no perder sus privilegios, desplazando facultades legislativas hacia los jueces para tomar decisiones sin coste político, ya que los jueces son percibidos a ojos de la ciudadanía como independientes.
En cualquier caso, sea cual sea la teoría que se considere más verosímil, lo cierto es que para finales del siglo XX se consolidó un aumento de poder por parte del poder judicial en todas las democracias occidentales, en detrimento del pueblo que perdió capacidad de decisión sobre su vida.
El panorama actual
La situación ha llegado a tal punto que se han dado gobiernos de los jueces de facto en diversos países. Por ejemplo, el famoso New Deal de Roosevelt, una política económica fuertemente intervencionista (que limitaba las dinámicas del libre mercado) basada en postulados del economista Keynes, nunca pudo llegar a implementarse porque sus leyes fueron tumbadas por el Tribunal Supremo estadounidense, y en Colombia los jueces frenaron muchas de las medidas neoliberales del gobierno de Uribe, siendo un asunto que va más allá de la dicotomía izquierda-derecha.
Ante esta realidad hay quienes se han posicionado a favor de que los jueces mantengan el poder de decisión política que tienen y quienes defienden que el pueblo debe recuperar su soberanía. Los máximos exponentes de la primera posición son el anteriormente mencionado Ferrajoli junto a otros como el famoso filósofo del derecho Ronald Dworkin o el constitucionalista John H. Ely.
Como explica el jurista y politólogo Albert Noguera, todos estos autores defienden el modelo sustantivista y argumentan que los jueces y los altos tribunales están en mejor posición que los parlamentos para defender nuestros derechos por sus características institucionales.
En resumen, sostienen que los jueces son personas experimentadas, que tienen que justificar sus decisiones y que se pueden tomar el tiempo necesario para hacerlo, frente a los parlamentos en los que muchos diputados no tienen formación jurídica y en los que no se llevan a cabo reflexiones profundas y prolongadas, sino que se busca el debate rápido y no se justifican todas las decisiones.
El jurista neozelandés Jeremy Waldron contraargumenta estas tesis en su obra Derecho y Desacuerdo. Waldron se posiciona a favor de los parlamentos como mejor instrumento que los tribunales para tomar decisiones en materia de derechos.
Este explica que en la sociedad hay grandes acuerdos y grandes disensos. Los grandes acuerdos serían asuntos en los que la mayoría de la población coincidimos, como el derecho a la vida o a la libertad de expresión. Pero los disensos llegan cuando concretamos o limitamos estos derechos, como el derecho al aborto o los delitos de odio, respectivamente.
Waldron defiende que estos desacuerdos no son discusiones técnicas o jurídicas, sino que son discusiones políticas y morales intrínsecas a la vida en sociedad. Por ello, el espacio adecuado para discutirlas y resolverlas no es un despacho en el que haya diez hombres aislados. En tanto que son discusiones sociales, deben ser debatidas y decididas por el mismo pueblo, y en la actualidad la única forma de hacerlo es a través de los parlamentos en representación del pueblo.
En definitiva, hemos llegado a un punto en el que se ha normalizado que unos pocos jueces, que en el mejor de los casos han sido nombrados por políticos o por otros jueces para cargos de cinco o diez años o incluso para cargos vitalicios, tomen a diario decisiones políticas sin que tengan que rendir cuentas ante nadie por ello y, lo que es peor, sin que sea un asunto de preocupación y debate popular que la democracia está secuestrada por el poder judicial.
El ejemplo estadounidense nos ha demostrado que tampoco es ideal que el pueblo se tenga que sublevar constantemente ante las vulneraciones de derechos. La herencia de esto ha sido que Estados Unidos sea el país con más muertes por armas de fuego, 39.000 anuales de media. Los estadounidenses defienden que deben tener armas para defenderse de ladrones y de las tiranías que vulneren sus derechos, pero el resultado final son miles y miles de muertos cada año, la mayoría afroamericanos.
Hay muchas opciones intermedias para que el pueblo recupere la soberanía perdida. Por ejemplo, en Canadá el legislador puede incluir una cláusula en las leyes que diga que la ley no es revisable por el tribunal constitucional durante 5 años y otros 5 prorrogables. En Bolivia, los magistrados de los tribunales supremo y constitucional son elegidos mediante sufragio universal por los ciudadanos y ciudadanas, tratando de combinar lo positivo de ambos sistemas.
Lo que es inadmisible es que los jueces sigan decidiendo sobre educación, sanidad o economía amparándose en su interpretación de los textos constitucionales. Vivimos en un sistema que está muy lejos de ser una democracia plena y mientras los jueces sigan decidiendo sobre lo político estaremos muy lejos de conseguirlo.
Articulista. Apasionado por la Sociología y la Ciencia Política. Periodismo como forma de activismo. En mis artículos veréis a la extrema derecha Al Descubierto, pero también a mí.