La ética del trabajo en tiempos de neoliberalismo
No cabe duda de que el trabajo se ha convertido en un aspecto central para el individuo en las sociedades contemporáneas. Y sí, se ha convertido porque esto no ha sido siempre así. El trabajo ha acompañado al ser humano desde que puso el pie por primera vez en La Tierra, pero esta interrelación, como las sociedades, es de carácter cambiante, incluso contingente. De la misma forma, la ética del trabajo también.
Si bien en la antigua Grecia el trabajo manual era una actividad despreciable, que era preferible que fuera realizada por esclavos, en la mitología y los dioses de los pueblos germánicos se puede observar la idealización de los trabajos que requieren habilidades técnicas.
A partir de estas herencias y muchas otras, se ha configurado la actual concepción del trabajo en los países occidentales, que comparten virtudes y dolencias. La creciente desregulación del mercado laboral, la situación de alienación que sufren los individuos o la pérdida de conciencia de la clase obrera, entre otras, obligan a problematizar la ética del trabajo en tiempos de neoliberalismo.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Para entender el papel del trabajo en la actualidad, es necesario recordar el proceso histórico que ha conformado el mismo. Retomando lo comentado en la introducción, es fácil observar cómo, en la antigüedad, la concepción que tenían las diferentes sociedades sobre el trabajo era de naturaleza ambivalente.
Esto dependía de diversos factores como su sistema de organización productiva o el bagaje cultural de estas, aunque, teniendo en cuenta estas diferencias, en conjunto la visión del trabajo fue fundamentalmente negativa hasta hace relativamente poco. El ideal nobiliario era predominante en la sociedad, es decir, las personas aspiraban a vivir sin trabajar, por lo que se rechazaba el trabajo manual o técnico y se exaltaban las actividades intelectuales.
Sin embargo, en el siglo XVI se comienza a vislumbrar un cambio significativo en lo que al trabajo respecta. Por un lado, la corriente humanista señalará al ser humano como el centro del universo, es decir, se expandirá el antropocentrismo y, al mismo tiempo, el protestantismo traerá una moral religiosa renovada que revaloriza la vida terrenal y glorifica el sacrificio y la dedicación laboral.
En consecuencia, estas influencias, impulsadas por las nuevas clases burguesas, comenzarán a desplazar a la moral tradicional noble por la moral burguesa, produciéndose una redignificación del trabajo, en tanto que generador de riqueza. La interrelación entre este fenómeno y el incipiente capitalismo es ampliamente analizada por Max Weber en La Ética Protestante y el Espíritu del Capitalismo, una de las obras más destacadas de la ciencia sociológica.
Así pues, el trabajo pasa a ser un elemento básico en la sociedad, en lo que algunos autores han denominado sociedad del trabajo. En esta sociedad, la profesión se convierte en un aspecto definitorio, por lo que a la personalidad respecta, y se ensalzan tanto la experiencia como la técnica., formando así parte de la identidad de las personas (una cuestión que ya se daba en algunas sociedades feudales, como en el Japón medieval).
A partir de esta nueva visión del trabajo, entre otros factores, se articulará el posterior crecimiento de las organizaciones obreras y sindicales. La conciencia obrera, esto es, la percepción de la clase obrera como grupo social que comparte una serie de características comunes, como es la de su condición de clase explotada, impregnará a los trabajadores y trabajadoras, propulsando su acción política.
Por lo tanto, con una clase trabajadora más organizada que nunca, se crearán los Estados del Bienestar, que se encargarán de constitucionalizar derechos sociales como las pensiones, la sanidad o la educación. Esto se da, por un lado, como respuesta ante el temor de que la revolución bolchevique, que había triunfado en Rusia, llegará al resto de Europa, pero también para adecuar la regulación institucional a las necesidades del modelo capitalista de posguerra una vez finalizada la Primera Guerra Mundial (1914 – 1918) y la Segunda Guerra Mundial (1939 – 1945)
Por consiguiente, con una Europa en ruinas tras esta última guerra, se inicia una reconstrucción y una etapa de crecimiento económico continuado que requiere un tipo de trabajador concreto: con contrato indefinido, que esté técnicamente cualificado y con un sueldo que le permita consumir por encima de sus necesidades básicas. En definitiva, un obrero que puede estar orgulloso de su trabajo bajo nuevas premisas económicas basadas en la regulación y en la intervención en el libre mercado.
De la sociedad del trabajo a la sociedad del consumo
El sistema capitalista es, por definición, un sistema de acumulación de capital, lo opuesto a un sistema de subsistencia. De este modo, el capitalismo tiende a sobreproducir por encima de las necesidades básicas y necesita dar salida a este exceso de stock. En consecuencia, el consumo exacerbado es inherente a la economía de mercado, por lo que a medida que el capitalismo ha ido evolucionando, lo ha hecho también el consumismo.
De hecho, la incapacidad de dar salida a este stock propició la primera gran crisis capitalista en 1873 y el inicio del colonialismo y el imperalismo de las potencias europeas (y que más tarde desencadenaría la Primera Guerra Mundial), donde países como Francia o Reino Unido se lanzaron al control de territorios en África o Asia para la apertura de nuevos nichos de mercado.
Esto es clave para comprender el proceso que se origina a mediados del siglo XX y que el sociólogo Enric Sanchís resume en una frase magistral: ‘’hemos pasado del vivir para trabajar al vivir para consumir’’.
En otras palabras, se trata de la transición de una sociedad del trabajo políticamente organizada y con conciencia de clase a una sociedad de masas individualizadas y consumistas, y también más compleja. Cada vez hay más trabajadores y trabajadoras que no se definen por su profesión, sino que ven el trabajo como un mero instrumento para conseguir riqueza, pudiendo posteriormente utilizar el dinero obtenido en otras actividades de ocio, que ocuparán el lugar vacío que ha dejado el trabajo en la personalidad del individuo. Se puede observar una renegativización del trabajo, que deja paso a la sociedad del consumo.
Es más, durante la crisis de 2008 en el que cientos de miles de personas perdieron su empleo, las más mayores sufrieron problemas psicológicos ante lo que consideraban una pérdida de su identidad. Sin embargo, este mismo fenómeno no se ha dado ni se da en las generaciones más jóvenes, o al menos no tanto. La preocupación se centra más ahora en el fin último del trabajo y no tanto como proyecto de vida. Esto se da especialmente también en el empleo no cualificado.
Si el trabajo ya no es el eje vertebrador con el que se identifica el individuo, o al menos no tanto como antes, y las opciones anteriores como la fe están más que descartadas, algo debe ocupar este lugar. Actualmente, existe pues una amalgama de actividades diversas, como hobbies o aficiones, que comienzan a emerger. Al fin y al cabo, sigue estando mal visto que el tiempo libre no esté ocupado en algún tipo de actividad productiva.
Pero, y ¿qué pasa? ¿Son los hobbies malos? ¿Cuál es el problema?
La problematización de la ética neoliberal
Sin entrar en consideraciones como los recursos finitos del planeta o la situación de explotación que deben sufrir unos muchos para que unos pocos puedan consumir de forma constante, el consumismo presenta un problema (otro más) trascendental.
Las corrientes neoliberales de las últimas décadas del siglo XX, procedentes de las escuelas económicas de Austria y Chicago (con versonalidades como Frederick Von Hayeck y Milton Friedman respectivamente) y han conformado un mercado laboral predominantemente temporal y precario, en contraposición a los trabajos para toda la vida del capitalismo fordista-keynesiano. Es decir, antaño era habitual que una persona comenzara de bien joven en un puesto de trabajo (usualmente de aprendiz) y fuera ascendiendo, perteneciendo para toda la vida en la misma empresa o fábrica, con pocos cambios y excepciones.
En cambio, tal y como muestran todos los datos, un buen porcentaje de los contratos ahora son temporales, predominando cierta precariedad e inestabilidad laboral que retrasa el proyecto de vida de las nuevas generaciones. Un fenómeno global pero que se da especialmente en España, en Italia o en Grecia.
La resistencia a esta neoliberalización de la economía habría sido mucho mayor si el sujeto político que la liderara hubiera sido el obrero de los años 60, con un contrato indefinido, conciencia de clase y escasa competencia al haber una tasa de paro reducida.
En cambio, el sujeto político obrero del postfordismo es un sujeto mucho más débil y sumiso, con un contrato temporal que no le renovarán si protesta (cuando no directamente sin contrato y/o pagado en negro total o parcialmente), sin un sindicato fuerte detrás para respaldarlo o con la amenaza de lo que el escritor y filósofo Karl Marx llamaba ejército de reserva (esto es, la población en desempleo dispuesta a ocupar su puesto de trabajo, más presente que nunca).
En este sentido, nos vemos prácticamente en la obligación de problematizar la ética actual del trabajo. Este trabajador o trabajadora que se resigna a seguir en un empleo que impide su autorrealización y a cobrar un salario precario, pero que se contenta con poder practicar su hobby los domingos o con irse un fin de semana de vacaciones para desconectar, es un sujeto político que no será capaz de llevar a cabo ninguna acción política de calado.
Con la actual ética del trabajo es imposible que se produzca un proceso de adquisición de conciencia de su situación de explotación por parte de las clases que la sufren. O incluso resulta difícil algo tan aparentemente sencillo como manifestarse o protestar para mejorar sus derechos o condicionales laborales. O incluso para evitar que empeoren.
Algo está cambiando…
El procedimiento mediante el cual la ética neoliberal del trabajo se ha expandido en nuestras sociedades occidentales parece claro a raíz de todo lo descrito, pero también es cierto que no todo es blanco o negro y que la sociedad actual es compleja en toda su diversidad. Así, hay sectores que se resisten a darse por vencidos, al tiempo que existen nuevas corrientes y formas de organización, aunque no estén basadas en los mismos conceptos del siglo pasado.
Al fin y al cabo, toda estructura hegemónica tiene su respuesta contrahegemónica. O lo que es lo mismo: siempre hay quienes intentan mejorar lo que hay.
En un mercado laboral precarizado y fragmentado, las vías de organización política se articulan a partir de pequeñas luchas diferenciadas por sectores, como los riders, las kellys o el movimiento okupa, entre muchos otros.
En ocasiones, estos movimientos únicamente representan una reivindicación por los derechos laborales y por una vida digna, pero en otros además se puede observar un rechazo al trabajar para consumir, personas que quieren sentirse orgullosas de su trabajo y no dedicar toda su vida a generar riqueza en un empleo superfluo. En una sociedad donde el acceso a la educación es cada vez más fácil, las nuevas generaciones quieren trabajar de aquello para lo que se han preparado y no resignarse a ello.
Por lo pronto, estas corrientes son minoritarias y la juventud, al ser el sector más precarizado y al haberse socializado en el contexto neoliberal, todavía es el grupo social que menos identificado se siente con su trabajo. De hecho, es habitual, al menos en países como España, encontrar a jóvenes sobrecualificados para el tipo de empleo que desarrollan.
Aun así, esto no significa que no haya alternativa. En el plano macroeconómico, la austeridad ya es una cosa del pasado y la respuesta a la crisis del coronavirus está siendo eminentemente keynesiana, es decir, de inyección de dinero en la economía por parte de los Estados, de regulación del libre mercado y de adopción de políticas de intervención económica. Hasta las propias organizaciones internacionales que durante la crisis de 2008 recomendaron recortes presupuestarios, ahora adoptan posturas eminentemente contrarias.
Esto indica que el neoliberalismo, aunque tampoco deja paso a un nuevo marco político-económico, al menos está entrando en una nueva fase. Ahora, habrá que ver si se produce una resignificación del trabajo o si nacen nuevas formas de articulación social para el individuo, pero lo que es seguro es que algo está cambiando.
El papel de la extrema derecha en la ética del trabajo
Tradicionalmente, la extrema derecha de los años 20 y 30 se ha alineado en contra de las posiciones liberales, aprovechando la conciencia de clase y otros conceptos socialistas para atraer a las masas obreras a la causa fascista, una apropiación que, una vez en los gobiernos, sin embargo han terminado ahondando en la alienación de los trabajadores, si bien buscando favorecer la identificación con el papel que cada individuo desempeñaba en la sociedad. Siempre y cuando ese individuo encajara en lo que el fascismo consideraba sujeto de algún tipo de derecho, claro está.
Sin embargo, la extrema derecha moderna, si bien se ha pronunciado abiertamente contra el neoliberalismo, especialmente la corriente alt-right, heredera de las tesis de «La Nueva Derecha» de Alain de Benoist y, más tarde, de la estrategia desarrollada por el director de campaña de Donald Trump en 2016 Steve Bannon, ya no son contrarias al liberalismo económico, con algunas excepciones. De hecho, en la actualidad más que nunca, las supuestas propuestas cercanas a la izquierda política, como la oposición a las élites económicas o la protección de las economías estatales, no dejan de ser un nuevo intento por atraer el apoyo de las personas asalariadas.
De hecho, cuando la extrema derecha ha estado en el poder, ha servido de laboratorio de pruebas de las tesis neoliberales, como en la dictadura de Augusto Pinochet en Chile, por lo que nada indica que, pese a las eternas promesas de mejorar las condiciones de los trabajadores, personas autónomas y la pequeña y mediana empresa, se vaya a hacer algo para desarrollar una ética del trabajo alejada del marco neoliberal.
Hay que recordar, precisamente, que la derecha política se apoya en la ultraderecha cuando la crisis del sistema hace aflorar la posibilidad de que alternativas económicas, sociales y políticas afloren, como en los años 60 y 70 con la Operación o Plan Cóndor. Pero no hace falta perderse en conceptos teóricos o abstractos. Solo es necesario ver como partidos como Vox en España no han secundado a ninguno de los colectivos de trabajadores que peor lo están pasando, como los anteriormente mencionados.
Y de forma similar sucede en Alemania, Francia, Reino Unido o Italia, donde la gente que peor lo está pasando es precisamente la más marginada por la ultraderecha que, hay que recordar, no deja de estar financiada y manejada por gente poderosa, aunque ahora se disfracen con un discurso anti-establishment que no es tal.
Así pues, este aparente cambio que se ha mencionado solo vendrá de la organización sindical, estudiantil y, en general, de los propios colectivos que hagan presión para mejorar sus condiciones y, en conjunto, configurar una sociedad donde el trabajo tenga un significado diferente. Y donde la ética del trabajo sea ética de verdad.
Articulista. Apasionado por la Sociología y la Ciencia Política. Periodismo como forma de activismo. En mis artículos veréis a la extrema derecha Al Descubierto, pero también a mí.