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Ecofascismo: el cierre autoritario a la necesidad ecologista

Actualmente, el sistema de producción y consumo vigente en la mayor parte del mundo, el cual se podría más bien definir como de sobreproducción e hiperconsumo, plantea principalmente dos incógnitas que deben ser hartamente debatidas. La primera de ellas es la que se refiere al inminente agotamiento de distintos recursos naturales fundamentales para la vida humana, al menos tal y como es actualmente, mientras que la segunda se circunscribe a las problemáticas derivadas de la crisis climática.

Por lo que hace a la primera de estas incógnitas, desde hace décadas, existen infinidad de informes que hablan del riesgo de agotar las principales materias primas usadas en la actualidad por el ser humano, especialmente las energéticas, lo que conllevaría indudablemente un período de escasez y necesidad y, quizá, a un colapso de la civilización en los términos definidos por Carlos Taibo.

Así, según una estimación realizada por Joseph Tainter, si hoy se agotara la totalidad del petróleo, del carbón y del gas natural, aproximadamente dos tercios de la población mundial fallecería. Esto probablemente no suceda como tal, puesto que los grandes grupos económicos dependientes de estos recursos intervendrán antes, pero sí es más probable que se dé una situación en la que la demanda de materias primas energéticas supere sobradamente a la oferta, lo que provocaría semejante subida de precios que llevaría a que los países (y las personas) más pobres quedaran fuera de la adquisición de estas materias fundamentales. O incluso que se diesen conflictos difíciles de imaginar hoy en día por estos recursos.

Llegados a este punto, se podría considerar que lo importante aquí no es cambiar el sistema de consumo y producción, sino virar hacia el uso de las materias primas energéticas denominadas renovables. Nada más lejos de la realidad.

Las energías renovables, tales como la solar o la eólica, arrastran una serie de problemas:

El primer de ellos es que este tipo de energías lo que producen fundamentalmente es electricidad, la cual si bien es evidentemente necesaria en la sociedad, no es la única necesidad energética existente. Además, cabe considerar que su capacidad de generar energía en comparación con los combustibles fósiles que se emplean en la actualidad es muy limitada, lo que provocaría que estas energías no los pudieran sustituir en las mismas condiciones, dado que la demanda excedería por mucho a las necesidades que podría cubrir la oferta.

A todo esto se le suma el problema principal, que no es otro que el de que necesitan de otras fuentes de energía para poder explotarse. Con todo esto, evidentemente, no se quiere decir que las energías renovables no sean y vayan a ser útiles para la sociedad, sino que no son ni mucho menos la solución a todos los problemas. En todo caso, sería una de las medidas a adoptar para poder avanzar hacia un mundo sostenible.

Fuera de lo que son las energías renovables, una opción que se suele contemplar, por ejemplo, es la del hidrógeno. Si bien no es una opción mala de per se, sí se debe considerar que para su explotación, al igual que ocurría con la energía eólica y con la solar, se necesitan cantidades muy grandes de energía, por lo que no es tan rentable como otros fuentes energéticas empleadas a día de hoy. Además, necesitaría grandes depósitos de almacenamiento, lo que presenta graves problemas en materia de transporte.

También está surgiendo el debate de la pertinencia de volver al uso de las energías nucleares. De nuevo, al igual que en los casos anteriores, no es algo que se deba descartar en su totalidad, si bien es evidente que en ningún caso puede tratarse de una solución que permita a la sociedad seguir produciendo y consumiendo del mismo modo que lo hace en la actualidad. Además, son ya conocidos (y sufridos) los costes del excesivo uso de este tipo de energía, lo que nos carga aún más de razones para considerar que su uso debe ser residual o, si se quiere, subsidiario.

En consecuencia, se puede concluir que no hay ningún tipo de materia prima energética que pueda permitir a la humanidad seguir con este ritmo de producción-consumo. Además, el creciente riesgo de agotamiento de otras materias fundamentales como el agua también aumenta la emergencia climática, que es justamente de lo que se hablará a continuación.

Respecto a la segunda incógnita de las planteadas al inicio del texto, la referente a la crisis climática, pocas reflexiones se pueden realizar en la actualidad que no hayan sido ya hechas por los principales expertos en la materia en la última década.

Al igual que ocurría en lo visto anteriormente, la comunidad científica confluye en la idea de que, debido al retraso existente en el ámbito ambiental hacen falta en la actualidad medidas contundentes capaces de resolver las cuestiones más acuciantes, tales como la emisión de gases invernadero, el aumento de las temperaturas que se le deriva o la contaminación del ecosistema, que acaba afectando nocivamente a la biodiversidad.

Estas medidas no pasan por la búsqueda de herramientas que permita contaminar un poco menos pero mantener nuestro ritmo de vida, sino que afectan necesariamente al modo de consumir y producir, y no por motivos ideológicos, sino derivadas de la constatación material de que el actual sistema no se puede sostener en el tiempo. O no al menos de la misma forma.

Por lo tanto, y a pesar de que se tratará de evitar el máximo tiempo posible, el crecimiento económico deberá darse en otros términos si es que verdaderamente se quieren garantizar las condiciones de posibilidad que permiten la reproducción de la vida humana en el planeta, al menos si se quiere conservar unas condiciones de vida mínimamente deseables.

No obstante, no hay nada escrito acerca de cómo deberían ser los parámetros para un modelo económico sostenible. Así, el verdadero debate que se debe realizar en los siguientes años es el de si se prefiere que la configuración de estos nuevos parámetros vengan de la mano de la cooperación y la distribución justa de recursos entre las clases populares o, si por el contrario, si será tutelado por grupos de poder que establecerán lo que se pueda consumir y producir, cuidándose siempre de afectar lo mínimo posible a sus intereses y, como de hecho sucede a día de hoy, acrecentando las desigualdades y todos los conflictos derivados de las mismas (discriminación, delincuencia, pobreza, etc.).

En definitiva, el debate que se debe afrontar en estos tiempos es el de si se quiere una gestión democrática y sostenible de los recursos disponibles o si se va a consentir que se imponga un sistema rígido, jerarquizado, vertical y autoritario. Esta última tesis, que defienden la combinación entre una suerte de autoritarismo y ecologismo, son rasgos inherentes a lo que se denomina ecofascismo.

¿Qué es el ecofascismo?

Símbolo de Green Line Front, grupo ecofascista. Autor: Desconocido. Fuente: Szturm.com.pl

En un inicio,  al menos según el historiador Roger Griffin, en su ensayo Fascism (2008), se podría considerar que el precedente del ecofascismo se encuentra en Alemania en el Siglo XIX, concretamente en los movimientos Völkisch, los cuales abogaban por una suerte de idealización bucólica y romántica de Alemania que abogaba, entre otras cuestiones, por un retorno y una mayor protección a la naturaleza frente al avance de lo urbano: la idealización del campo, de ciertos valores tradicionales, etc. En su esencia, las corrientes Völkisch de la Alemania de principios del siglo pasado inspiró tanto a movimientos de izquierda (que lo veían como un nexo común a toda la sociedad para generar conciencia de clase) como de derecha (que lo enfocaban desde el conservadurismo, el nacionalismo y la «pureza» alemana).

Mediante el lema Blut und Boden, traducido como Sangre y Tierra, los movimientos ultraderechistas y fascistas se acabaron apropiando de los movimientos Völkisch, que nutrieron la columna vertebral de la inmensa mayoría de grupúsculos de extrema derecha.

No obstante, la relación entre extrema derecha y ecologismo no acaba aquí, dado que la vuelta a la naturaleza por lo que abogan los fascismos del Siglo XX también se planteaba en ocasiones en relación con el medio ambiente. De hecho, el propio régimen nazi estuvo en su momento a la vanguardia del conservadurismo, reconociendo en su legislación a la naturaleza como sujeto de derecho, lo que hizo que en un primer momento revivira el apoyo de los incipientes movimientos ecologistas que iban surgiendo en las naciones más industrializadas.

Evidentemente, estas organizaciones conservacionistas retiraron pronto su apoyo a Hitler, bien sea por su constante vulneración de los Derechos Humanos o por su sobreproducción armamentísticas y los costes ambientales que se le derivan.

Sin embargo, esta asociación de ideas no se circunscribe únicamente a la primera mitad del siglo pasado. De hecho, también en la actualidad hay distintos dirigentes de extrema derecha e incluso intelectuales que defienden el ecofascismo o, siendo más correctos con el uso del término, el ecototalitarismo.

Un buen ejemplo de esto es Pentti Linkola, ornitólogo finlandés que falleció en 2020, quien mostró en reiteradas ocasiones su admiración por el régimen nacionalsocialista en materia de protección ambiental. En consecuencia, este intelectual defendía una dictadura ecologista centralizada que tuviera férreas medidas de control de la población, las cuales debían afectar tanto al crecimiento de la misma como a su actividad, regulando esto último mediante leyes estrictas y castigos ejemplares.

Sus ideas se encuentran en numerosos ensayos, como Sueños sobre un mundo mejor (1971), Introducción al pensamiento de los 90 (1989) y Podría la vida ganar (2004).

También se definió como ecofascista Brenton Tarrant, ultraderechista que el 15 de marzo de 2019 entró disparando a dos mezquitas de la ciudad neozelandesa de Christchurch, matando a 50 personas. Tarrant entiende que sólo la pureza racial puede salvar La Tierra del colapso mediambiental.

En cuanto a grupos ecofascistas como tal, la que más presencia en redes tiene es Green Line Front, que cuenta con varias facciones: la francófona, la internacional, la rusa, e incluso una iberoamericana, concentrada en Brasil, Chile y España. La mayoría datan de la última década. El Green Line Front utiliza, además, una simbología típica de la ultraderecha, con el Sol Negro de fondo sobre el Algyz o Yr (la runa número 15 de las runas armanen), a su vez procedentes del paganismo nórdico.

Mención especial también a Alain de Benoist, ideológico primitivo de la nueva derecha radical o alt-right y que, en su conocida obra La Nueva Derecha (1982), criticó el neoliberalismo y defendió, dentro de sus postulados ultraconservadores, la defensa del medio ambiente, si bien no sería estrictamente fascismo.

En estos últimos ejemplos, el ecofascismo sería una corriente ideología que guardaría puntos en común con el aceleracionismo, una corriente ideológica que defiende que la civilización debe colapsar para poder avanzar hacia un nuevo sistema que rechace el multiculturalismo, la inmigración y las ideas de igualdad promovidas por la izquierda.

No obstante, y a pesar de este breve repaso histórico, es complicado dar una definición clara e inequívoca de lo que significa este término, dado que se trata de un concepto que actualmente está en disputa debido a que es utilizado por personas que ocupan posiciones muy distintas dentro del eje político izquierda-derecha.

Así, desde posiciones derechistas, se usa este término para calificar de manera despectiva a quienes abogan por lo que se podría denominar un ecologismo radical o de clase, el cual defiende la necesidad de que, más allá de las acciones individuales, es necesario que las empresas tengan más regulaciones y controles. Según esta perspectiva, estas regulaciones coartarían la libertad, por lo que se podrían considerar de corte fascista, o más bien ecofascista. También se utiliza de forma despectiva como sinónimo de ecoterrorismo, esto es, grupos ecologistas que utilizan la violencia para perseguir sus fines.

Sin embargo, esta no es la única acepción válida. Otra definición de ecofascismo, que es en la que coinciden gran parte de los teóricos y también organizaciones como Ecologistas en Acción, sería la que hace referencia a un sistema político que iría virando hacia posiciones cada vez más autoritarias con respecto al control de los recursos naturales, las cuales tendrían como objetivo que una minoría privilegiada, pudiera seguir sosteniendo su estilo de vida a costa de la gran mayoría, que cada vez vería más limitados los recursos con los que cubrir sus necesidades.

En su libro Colapso, Taibo afirmaba que el ecofascismo

“se asienta en la intuición de que para encarar de manera eficiente el problema de la escasez no queda otro horizonte que propiciar un rápido y contundente descenso en el número de seres humanos que pueblan el planeta”.

No obstante, esto no tiene porqué ser así, o al menos no hasta que sea inevitable. En un primer momento, lo que probablemente ocurrirá será que empezará a haber limitaciones en el consumo, solo que éstas no habrán sido decididas democráticamente por la ciudadanía sino que serán impuestas por las personas y organizaciones más privilegiadas y poderosas. Así, el ecofascismo atendería a la necesidad material de cambiar el modelo productivo, solo que llevando a cabo este proceso los de arriba para que decrezcan los más humildes.

En cuanto a las herramientas existentes para llevar a cabo esto, evidentemente existen varias, y sería una equivocación considerar que no se emplearían todos los medios con los que cuentan actualmente, empezando por aquellos cuyo fin es generar consensos y finalizando por los más coercitivos.

De este modo, primeramente se trataría de intentar ganar la batalla cultural, empleando los medios de comunicación (y altavoces mediáticos) para hacer ver a la población que esa es la única opción posible. De no conseguirse, no se puede asegurar que no haya un desarrollo de los aparatos de vigilancia, con el fin de garantizar el control de la población. Ya en última instancia, si nada de esto sirviese, probablemente se emplearían estrategias coercitivas que implicaría la participación de las fuerzas y cuerpos de seguridad de los Estados.

En el peor de los casos, en este supuesto régimen ecofascista, la democracia llegaría a su punto máximo de degradación, puesto que ya no se trataría de la toma de decisiones por parte de la mayoría sino de un sistema político donde los gobiernos, actuando como colaboradores necesarios de la élite económica, serían unos meros gestores de los recursos existentes y de cómo se deben asignar.

Este sería el paso de la democracia a la tecnocracia, esto es, la devaluación del factor humano enfavor de los aspectos técnicos necesarios para poder llevar a cabo un modelo económico que gestione la escasez de forma autoritaria. Evidentemente, estos aspectos técnicos tendrían una función de encubrimiento de los intereses de estos grupos privilegiados, en tanto que serían planteados como evidencias científicas ante las que no se puede ir, como ya de hecho ya sucede cuando se defiende el sistema económico actual y se tacha cualquier alternativa de radicalismo.

Así, la opción ecofascista trataría de desideologizarse, de esconder sus fines con el objetivo de presentarse como una necesidad objetiva, como al única opción posible.

Conclusiones

A modo de conclusión, podría decirse que tanto el ecofascismo en sentido estricto tal y como lo entendía Nikola (mezcla de fascismo y ecologismo), como el concepto que se está barajando acerca de una futura sociedad autoritaria que imponga el orden y el reparto de recursos existentes de forma desigual, se encuentran inmersos en el discurso de extrema derecha de forma cada vez más creciente (si bien no compartidos por todas las corrientes y discursos, más centrados todavía en negar la existencia del cambio climático).

En lo referido a la necesidad de cambiar el modelo de economía productiva, probablemente no quede otra opción. Atendiendo a la situación actual y a los datos conocidos, es prácticamente seguro que tendrá que producirse, de un modo u otro.

No obstante, hoy el debate no debe ser tanto el de cambiar el sistema económico o no, sino el de cómo cambiarlo con el fin de afectar lo mínimo posible a las clases populares. Respecto a esto último, dos apuntes:

El primero de ellos es que si bien todas las personas son relativamente responsables de la situación actual, unas lo son mucho más que otras. Es absurdo considerar que perjudica igual al medio ambiente un ciudadano medio de Angola que de Estados Unidos, o que genera los mismos residuos una multinacional que un comercio local.

El segundo es que para abordar una cuestión como esta hacen falta grandes pactos y grandes poderes, por lo que urge la cooperación de las clases populares con el fin de extender la democracia a todos los ámbitos de la sociedad, incidiendo en la multilateralidad y la horizontalidad como herramientas fundamentales en la toma de decisiones, que deberá ser necesariamente descentralizada.

A modo conclusión, no existe una forma de que la civilización continúe tal y como la conocemos conservando exactamente el mismo nivel de consumo y de producción. Justamente por eso, porque no hay otra posibilidad, es necesario que las clases populares empiecen a generar contrapoderes capaces de ir avanzando hacia una sociedad más igualitaria y sostenible.

De lo contrario, lo que viene es la creación de un modelo económico (o la reforma del existente) que obedezca a intereses ajenos a la mayoría, un cierre ecofascista a la emergencia climática.

Tomás Alfonso

Articulista. Activista por el derecho a la vivienda y los servicios públicos. Convencido de que la lucha contra la ultraderecha es condición de posibilidad para una democracia plena.

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