La crisis que acecha: una prueba de fuego para el tejido social antifascista
Europa se encuentra a las puertas de un proceso de recesión económica artificialmente generado como respuesta a la inflación, generando una nueva crisis económica que podría traducirse en una política y social. A pesar de ciertos indicadores positivos para algunos países como España, en realidad buena parte de las generaciones más jóvenes, especialmente la llamada generación millenial, no han conocido otro paradigma que la crisis económica prácticamente desde 2008.
La idea errónea de que la palabra crisis en chino significa oportunidad la puso de moda el presidente J.F Kennedy en su famosa cita: “Cuando está escrita en chino, la palabra crisis está compuesta por dos caracteres. Uno representa peligro y el otro representa oportunidad.” En realidad es más oportuno interpretar el término wēijī (危機) como «momento peligroso» a pesar de que «jī» dentro de su gran polisemia se pueda traducir en diferentes contextos como «oportunidad».
Sea como fuere aquella idea original de una traducción incorrecta ha evolucionado al proverbio occidental “crisis significa oportunidad”, subjetivamente alejado de la realidad. Si la RAE define «crisis» como “Cambio profundo y de consecuencias importantes en un proceso o una situación, o en la manera en que estos son apreciados.” También propone “Intensificación brusca de los síntomas de una enfermedad”, “Situación mala o difícil” y concretamente la económica: “Reducción en la tasa de crecimiento de la producción de una economía, o fase más baja de la actividad de un ciclo económico”.
Así que como primera aproximación etimológica se puede afirmar que crisis no significa oportunidad sino todo lo contrario al menos para la mayoría social, si bien es cierto que existen actores capaces de enriquecerse aprovechándose de la desgracia general. Es decir, los periodos de crisis, con toda probabilidad, se traducen en desafíos, problemas y situaciones indeseables que pueden ser aprovechadas por ciertos sectores privilegiados de la sociedad.
2008: La primera gran crisis
En la primera década del siglo XXI se perdió la pista a los sueños de prosperidad infinita en los que estaba instalado el hemisferio occidental hasta entonces. La crisis de las hipotecas subprime golpeó por sorpresa a una sociedad desorganizada, despolitizada e inconsciente de su precariedad en el sistema.
Los bancos centrales, en reacción, bajaron los tipos de interés (grosso modo significa que redujeron el precio del dinero) buscando reactivar la inversión de los actores de la economía. Unido a programas de duros recortes presupuestarios y subidas de impuestos indirectos (como el IVA en el caso de España), esto tardó años en lograr tímidos efectos que reactivaron la economía a niveles muy inferiores a antes de la crisis.
En este proceso desaparece la identidad formal de la clase media y las principales fortunas crecieron agrandando la brecha entre quienes más y quienes menos tienen. Aparecieron nuevas formas de generar riqueza sin esfuerzo a través de la especulación bursátil relativa a estas crecientes fortunas mientras se abría paso la pobreza laboral como una dimensión común y cotidiana.
Además, para fomentar la inversión privada, los mismos estados y agentes privados que precarizaron el marco laboral comenzaron a incentivar la figura del “emprendedor” al mismo tiempo que en muchas ocasiones demonizan la lucha por los derechos de la clase trabajadora. Como resultado de esto, las nuevas generaciones que se incorporan a la vida profesional lo hacían en un contexto político en el cual el trabajo tradicional en actividades productivas tangibles se presentaba como una opción absurda frente al autoempleo en valores especulativos de cara a la construcción de un proyecto de vida sólido.
Es decir, esta gran crisis rompió con el paradigma establecido e impulsado hasta entonces de que los mejores trabajos (ingresos altos, estabilidad, derechos laborales…) se conseguían en buena medida por cuestiones meritocráticas. O, dicho de otra manera, que el esfuerzo y la inversión dedicados a una meta, especialmente a través del estudio de una carrera universitaria (u otro tipo de educación superior), se iba a traducir en un puesto de trabajo acorde a las expectativas.
Este desengaño (junto a otros factores) llevó, por un lado, a un descontento social amplio que se tradujo en protestas sociales repartidas a lo largo de todo el globo, como el Movimiento 15-M en España, mientras que, por otro lado, a medida que las filas del paro se engrosaban, fue cambiando la forma de entender cómo las nuevas generaciones deberían ganarse la vida.
2012-2019: Una recuperación especulativa
Durante la siguiente década, el dinero en circulación volvió a fluir paulatinamente, lo que dio margen de crecimiento a las economías del norte. Esta fase recibió el polémico nombre de «recuperación económica» a pesar de haber devaluado el mercado de trabajo empobreciendo a la abrumadora mayoría de la población mundial y acrecentado la desigualdad.
Esta reactivación se vio reflejada en la emergencia definitiva de los gigantes de la tecnología como las principales empresas del planeta, que empezaron a atraer a nuevas generaciones de inversionistas a la bolsa. Nuevos proyectos emergentes y todavía experimentales como Tesla o SpaceX pese al elevado riesgo de sus activos se contagiaron de esta fiebre inversionista.
En una tercera fase las propias tecnológicas diseñaron nuevos valores especulativos como las criptodivisas basadas en la tecnología blockchain sin ninguna clase de valor tangible que las respaldara. Este proceso produjo una inflación acelerada a causa del descontrol de la demanda de activos financieros que forzó a los bancos centrales a volver a subir los tipos de interés entre 2014 y 2019 para contener la inflación de precios.
La sociedad entró en la década de 2020-2030 sin ninguna capacidad de ahorro, en una perspectiva de crecimiento económico que exigía nuevos ajustes sobre el nivel de vida. Y, aunque el empleo volvía a crecer y la economía volvía a ser dinámica, lo hizo, por un lado, a costa de una reducción considerable de la capacidad adquisitiva de la mayoría que presenta dificultades para vivir dignamente y, por otro lado, a base de alimentarla artificialmente.
2020: Regresa la incertidumbre
Todas estas previsiones de crecimiento controlado de las economías saltaron por los aires ante el parón económico que supuso la pandemia a escala global.
Como efecto inmediato, el endeudamiento de las familias, empresas y estados se multiplicó llevando al límite la demanda de bonos y dinero. Casi todos los sectores de la economía se ralentizaron cayendo el consumo en picado. Los gobiernos reaccionaron con grandes programas de gasto público como los fondos Next Generation y el plan estadounidense de infraestructuras al tiempo que los bancos centrales volvieron a bajar los tipos de interés.
A pesar de que se rechazaron la inmensa mayoría de medidas neoliberales que caracterizaron los programas económicos que trataron de responder a la crisis de 2008, estos ajustes volvieron a cargar sobre las espaldas de las clases más desfavorecidas que vieron más devaluadas todavía sus condiciones de subsistencia una recuperación de la macroeconomía que recuperó en solo medio año los niveles anteriores de crecimiento.
Este regreso a la sobredemanda financiera volvió a recalentar la economía más allá de las posibilidades del mercado de atender a los ciclos de demanda, lo que disparó por sí solo los precios.
Añadido a esto, los efectos de la pandemia dejaron enormes cuellos de botella en las cadenas de producción. Algunos sectores estratégicos de la economía (como la energía, la minería, la siderurgia o el transporte) tuvieron que cerrar generando importantes crisis de desabastecimiento y escasez de elementos básicos para la estabilidad económica y social como alimentos, petroquímicos o semiconductores, lo que empeoró los equilibrios de mercado por la carestía de oferta generando más inflación.
Por si estas dos coyunturas fuesen poco complejas, la guerra entre Rusia y Ucrania añadió un desencadenante energético además de una nueva crisis alimentaria por carestía del cereal ucraniano y el bloqueo económico del país gobernado por Vladimir Putin.
La respuesta europea a esta circunstancia se ha centrado en la búsqueda de alternativas energéticas a las fósiles rusas y la inversión estratégica en regenerar redes de suministros. Sin embargo, la estrategia principal que ya están poniendo en marcha el BCE y otros bancos centrales es la subida de tipos de interés que ha llegado para quedarse. Esto se está traduciendo ya en una ralentización global de la economía, aumento de los despidos y el desempleo y demanda de dinero.
De hecho, la creciente subida de tipos de interés también han elevado, por ejemplo, el precio de las hipotecas al disparar el Euríbor. En general, muchos economistas plantean dudas de si se debe atajar la inflación mediante la subida los tipos si en realidad ésta es consecuencia de un contexto muy determinado, como la pandemia y la guerra. Por otro lado, tampoco hay un acuerdo unánime sobre el origen de la inflación, o al menos acerca de qué variables tienen más peso.
Inflación o crisis: una dicotomía sistémica
La respuesta a la pandemia se ha basado en impulsar un crecimiento artificial y acelerado de la economía mediante políticas expansivas pero el crecimiento económico rápido genera inflación, el propio mercado busca romper sus dinámicas inflacionarias mediante más demanda de dinero que genera más inflación.
Los bancos centrales aumentan los tipos para reducir la inflación y los bajan para favorecer el crecimiento. Sin embargo, el crecimiento económico no implica necesariamente prosperidad para la mayoría. En el caso de la crisis sanitaria, sin ir más lejos, el crecimiento se debe fundamentalmente al contraste con la caída anterior tras la superación de la pandemia y no a una situación de excepcional bonanza económica. Sin embargo, la presión del crecimiento sobre los precios mantiene sus perversos efectos independientemente de las causas de este crecimiento.
Cuanto más tarden en ralentizarse los datos de crecimiento mayor será la consolidación y estabilización de los nuevos marcos inflacionarios, lo que necesitará de un mayor decrecimiento económico impulsado por las subidas de tipos de interés para reducir el dinero en circulación y así los precios, lo que implica que mayores serán las consecuencias sociales y productivas de la crisis necesaria para vencer este ciclo de inflación.
En una frase: cuanto más tiempo dure la inflación más intensa será la crisis económica necesaria para contenerla, si bien afortunadamente parece que los indicadores inflacionarios están reduciéndose en toda Europa.
La crisis buscada
La conclusión de lo anterior es que los actores del propio sistema están buscando por la vía de los tipos de interés generar una recesión económica global como medio para contener la inflación de forma consciente y anunciada, de la manera lo más inminente posible. Esto podría ir acompañado de consecuencias sociales como otro nuevo desgaste de la capacidad adquisitiva de la mayoría social, encarecimiento de las hipotecas y aumento de las desigualdades sociales, especialmente si no se ponen medios para ello.
El gigantesco Silicon Valley Bank (principal prestamista de las startups tecnológicas de la bahía de San Francisco) ya ha sido la primera ficha de dominó en caer con más de 200.000 millones de dólares en activos.
El gigante bancario invirtió la mayoría de su capital en bienes de inversión y la subida de tipos de interés durante 2022 forzó a muchos clientes a retirar sus depósitos, lo que obligó al banco a vender a fondo perdido gran parte de esos activos que perdieron gran parte de su valor entrando en una espiral de quiebra y acometer una ampliación de capital en medio del pánico de sus clientes.
Otros bancos medianos como Signature Bridge Bank que también tienen gran parte de sus depósitos invertidos se han contagiado de esta dinámica de desconfianza lo que alarma a las autoridades financieras que pueda provocar un efecto cascada de pérdida en la confianza de las instituciones bancarias generalizada. La Reserva Federal y el gobierno estadounidense han tomado la decisión de rescatar los depósitos de los clientes afectados de estas instituciones bancarias.
Una prueba de fuego al tejido social antifascista
La respuesta social a esta etapa de tres lustros consecutivos de crisis encadenadas ha pasado por la politización masiva, la erosión del bipartidismo y la emulsión de un tejido social potente y diverso que además de la protesta y denuncia de las desigualdades sociales en clave propositiva ha puesto su esfuerzo en cubrir las carencias del sistema para proteger al colectivo: frenando activamente desahucios, generando redes de ayuda, bancos de tiempo, proyectos comunales, asistencialismo básico, protección jurídica y vecinal a las personas vulnerables, representando sindicalmente trabajadores o incluso reforestando y regenerando ecosistemas.
La fuerza de la gente humilde ha sido en todas esas ocasiones la última barrera del orden social para no resquebrajarse. Esto tiene dos efectos obvios de cara al espacio que ocupa esta marea ciudadana respecto a la sociedad misma: el alineamiento de este tejido social con las ideas antifascistas (mínimo denominador común del sentido honesto de “lo comunal») y el fuerte desgaste de este tejido social antifascista que basado en la máxima de que “solo el pueblo salva al pueblo” consta de miembros de una sociedad precarizada que ejercen de primera línea de fuego frente a las injusticias más destructivas del sistema.
Frente a este tejido social ya consolidado y con enormes debilidades fruto de la frustración y la apatía política y el desgaste ante las embestidas de la realidad socioeconómica se halla en construcción un tejido social relativamente novedoso que abdica del antifascismo y se presenta como representante de las mismas clases sociales precarizadas, dirigiendo todas estas frustraciones contra colectivos vulnerables: organizaciones vecinales contra viviendas tuteladas, organizaciones de pequeños empresarios del campo y la ciudad contra los derechos de los trabajadores, de hombres contra las mujeres y todo un nuevo mundo de movilización social que acompaña la oleada conservadora y reaccionaria que ya precedía a esta crisis financiera artificial en marcha.
Y es que la extrema derecha se ha aprovechado de esta ola de descontento hacia la política y hacia las consecuencias más dramáticas de la crisis para convencer a la sociedad de que la culpa no es del sistema económico ni de las élites pudientes que se aprovechan del mismo para engrosar sus bolsillos, sino de un hombre de paja, adaptable según contexto, momento y lugar: las personas migrantes, minorías étnicas, personas LGTB o los movimientos sociales que combaten las desigualdades del propio sistema, como el feminismo o la izquierda en general.
Es decir, la ultraderecha se ha alzado con nuevo discurso y nuevas estrategias, pero en el fondo siendo lo mismo de siempre: siendo la vanguardia de la defensa de las élites y de los privilegios mientras fingen todo lo contrario, poniendo en peligro los derechos y las libertades básicas por el camino y desviando la atención de los verdaderos problemas de la sociedad, haciendo frente a quienes buscan una solución activa.
La crisis va a poner a prueba a la sociedad como conjunto y especialmente a los sectores de la sociedad que trabajan voluntaria y desinteresadamente por cuidar de las personas más vulnerables y evitar los desmanes del sistema.
La polarización política y la precarización de las condiciones de vida ya están desgastando todo el tejido activista que ha sido fundamental en las conquistas sociales recientes y en la defensa colectiva de los derechos sociales. En países como Italia o Alemania, la ultraderecha hace tiempo que dio el sorpasso en las calles al tejido antifascista. Hasta en lugares con gran tradición activista como Francia ambos polos se encuentran en una disputa ideológica por estos espacios, como ejemplifica el sincretismo de los Chalecos Amarillos.
Además, la identificación política con los valores antifascistas condiciona ya una relación diferente con las capas populares que en los ciclos de crisis anteriores puesto que los consensos sociales han cambiado, lo que lleva al activismo a una dinámica de apatía y confrontación con el propio cuerpo social que aspira a representar casi irreversible.
La fortaleza de las bases sociales de este tejido social ante las adversidades sistémicas se ha demostrado en reiteradas ocasiones. Deberá demostrarse una vez más ante una de las coyunturas más difíciles que ha vivido. La crisis venidera será una prueba de resistencia que debería dimensionarse y encontrar complicidades en los pocos espacios de contrapoder todavía leales al antifascismo, todavía más ante desafíos difíciles de imaginar como el cambio climático y todo lo que conlleva.
Articulista. Estudiante de Ciencias Políticas. Activista y cofundador en varias organizaciones sociales y sindicales de izquierda valencianista. Primer coordinador de BEA en la UMH y ex-rider sindicado. Analizar al adversario es la única forma de no perder la perspectiva de lo que se hace y es un deber moral cuando de ello dependen las vidas de las personas más vulnerables.