Las 5 consecuencias del auge de la extrema derecha que no habías notado
El panorama político ha cambiado bastante desde hace diez años a ahora, ni que mencionar tiene si se acude a algunos años más en el pasado. Tanto en Europa como en Latinoamérica, la política ha pasado a estar dominada por dos grandes partidos, usualmente uno conservador y otro progresista, a acoger parlamentos pluripartidistas, con mayores opciones y opiniones, una evolución aparentemente a mejor ensombrecida por el auge de la extrema derecha.
Tras la crisis financiera de 2008, y con más fuerza tras la crisis de refugiados por la Guerra Civil de Siria en 2015, entre otros factores, los partidos políticos de ultraderecha han multiplicado sus resultados.
En países donde no tenían representación, como España o Portugal, han irrumpido con fuerza, mientras que en otros donde la tenían han aumentado su representación o incluso han accedido a puestos de gobierno, como en Italia o Países Bajos.
Sin embargo, la extrema derecha no viene sola. Su progresiva implantación en las instituciones públicas viene también de la mano de discursos, estrategias, métodos, acciones e ideas que suponen un peligro y un atentado claro a los derechos y las libertades básicas, e incluso al propio sistema democrático. Y, para esto, ni siquiera es necesario que lleguen al poder: basta con que se les normalice como una opción o una fuerza política más para que su influencia tenga el peso suficiente en la sociedad, con todo lo que ello conlleva.
Por ello, es necesario analizar con cuidado qué consecuencias tiene la presencia casi omniipresente de la extrema derecha en la vida diaria, como afecta al día o día o, incluso aunque ni se perciba a primera vista, cómo ha supuesto un punto de inflexión para la sociedad en su conjunto.
Uso de un nuevo vocabulario
Los debates políticos tienden a llevar consigo un relato y un discurso, premisas de fondo que se repiten una y otra vez para que la gente pueda asimilarlos, aceptarlos o entenderlos.
A menudo, este relato lleva consigo eslóganes e incluso una manera muy determinada de hablar y entender la realidad. Por ejemplo, tras la crisis del año 2008, la sociedad asimiló muchos conceptos económicos porque eran empleados con asiduidad por los líderes políticos, como “austeridad”, “prima de riesgo”, “apretarse el cinturón” o “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”.
De hecho, el interés por la política creció exponencialmente como consecuencia de una profunda desafección por el sistema político y económico a raíz de la crisis. La demanda de información al respecto creció tanto que se vio en una explosión de nuevos medios digitales y programas de televisión. En España eso se tradujo en el nacimiento de Al Rojo Vivo o Salvados, de La Sexta.
De la misma forma, la extrema derecha moderna ha introducido poco a poco, especialmente a través de las redes sociales, un vocabulario que seguramente casi todo el mundo ha usado alguna vez y que lleva implícito la aceptación de un marco teórico de fondo.
Un ejemplo es cuando se habla de “la dictadura de lo políticamente correcto”, una premisa utilizada para atacar a quienes señalan actitudes y comportamientos discriminatorios (racistas, machistas…) para tachar de “censura” a quienes consideran que son moralmente reprobables.
Otra terminología que se emplea es la de “ideología de género”, que consiste en tachar de creencia ideológica para cargar de subjetividad todos los estudios e investigaciones que afirman que existe una discriminación por motivos de género que benefician al hombre y sitúa a las mujeres como objeto de dicha discriminación. Este concepto no tiene ningún tipo de validez científica, y hasta hace unos años solo se empleaba en ambientes ultraconservadores, mientras que ahora se ha generalizado su uso para atacar a las leyes igualitarias.
Lo mismo puede decirse de otros vocablos, como “lobby gay”, “pin parental”, “gobierno socialcomunista” o “chiringuito”, que se utilizan para alterar la realidad de forma perversa y que han facilitado su implantación social, incluyendo las falacias que se esconden detrás. La periodista Patricia Rodríguez Blanco, de El País, analizó este complejo glosario, en este caso empleado por Vox.
No obstante, hay palabras que se han extendido también a varios países y que provienen de la nueva derecha radical de Estados Unidos. Una de las más conocidas es sin lugar a dudas la palabra “feminazi”, inventada por el locutor y escritor ultraconservador, ya fallecido, Rush Limbaugh en 1992 para atacar al feminismo y que ha terminado calando hasta el punto en el que se utiliza de forma habitual.
Otro término, ya no tan utilizado pero sí extendido en el mundo anglosajón es el de “Social Justice Warrior” o “SWJ”, un apelativo negativo dirigido a las personas que, en un foro de Internet, aunque también en la realidad, señala actitudes negativas y/o discriminatorias. En el mundo hispanohablante se utiliza la palabra “ofendidito” o “generación de cristal”. También, en referencia a los hombres que señalan actitudes machistas, está el adjetivo “mangina”, un concepto formado por la palabra “man” (hombre, en inglés) y “vagina”.
También se han rescatado terminologías antiguas, como la de “marxismo cultural”, una etiqueta rescatada de las antiguas teorías conspirativas alrededor del comunismo y que hace referencia a la supuesta élite progresista que intenta implantar ideas izquierdistas para que la sociedad acepte una hipotética dictadura escondida tras la implantación de leyes igualitarias y subidas impositivas, mientras que otras están teniendo aceptación entre la gente más joven, como “basado”, que viene directamente del inglés “based”, un concepto surgido durante la polémica del Gamergate y que hace referencia a algo positivo.
Existen otros muchos términos, unos más implantados que otros, incluso hay recopilaciones, una de ellas elaborada por Milos Yiannopoulos, el que fuera uno de los influencers icono de la alt-right y ya caído en desgracia por multitud de polémicas.
Al final, incluso aunque no se comprendan las ideas que hay de fondo, muchos de estos conceptos rescatados, creados y/o implantados por la extrema derecha llevan consigo ideas que favorecen la aceptación total o parcial de su agenda política.
Normalización ataques y faltas de respeto
En general, los políticos nunca han gozado de demasiada popularidad. Sin embargo, desde los años 90 hasta la actualidad, la desconfianza y la desafección hacia la política, los partidos e incluso las instituciones públicas en general han ido creciendo, más todavía tras la crisis económica.
Estos datos han sido estudiados tanto por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) en el caso de España, como en otros países, que muestran tendencias similares, con sus diferencias y excepciones. No en vano, no se puede entender el crecimiento de partidos políticos nuevos y el aumento de la pluralidad política sin este descontento.
Durante las protestas surgidas casi a nivel global entre 2011 y 2014, se abrió la puerta a la modificación del trato que las personas tenían de los políticos, siendo cada vez más vistos como ladrones, aprovechados y/o privilegiados, lo que a su vez abrió la puerta a las faltas de respeto y a los ataques verbales e incluso físicos.
Este hastío y esta desafección fueron recogidas por partidos de todo el espectro político para conseguir apoyo popular y proponer modelos de gobierno alternativos, como es el caso de Podemos en España o de SYRIZA en Grecia.
Sin embargo, la extrema derecha también se aprovechó de este descontento ahondando, especialmente, en el señalamiento al rival político, en las acusaciones directas y en la falta constante de respeto, una situación que la sociedad ha aceptado sin prácticamente oposición.
En España, por ejemplo, basta con comparar un tertulia política de hoy en día, por ejemplo de La Sexta Noche, con un debate de los años 90.
No falta tertulia o debate político que, ya sea por interés político, social o económico, no incluya a periodistas de dudoso prestigio y afines a la extrema derecha, dirigentes de periódicos, como el caso de Eduardo Inda y de OkDiario, señalados por sus mentiras, bulos y “fake news”, e incluso por llegar a acusar con falsedad a sueldo de intereses ajenos, como cuando publicó pruebas falsas contra Podemos.
La sobrerrepresentación de periodistas y políticos de ideas ultraderechistas en televisión ha sido denunciada tanto en España como en Francia, y por cadenas de editoriales supuestamente distintas.
Y no son solo los periodistas. Esta falta de talante se ha trasladado a los líderes políticos, siendo de forma mayoritaria los de extrema derecha los que utilizan constantemente las faltas de respeto, las bromas vejatorias, el cinismo y el señalamiento constante, acompañado de una buena dosis de bulos y noticias falsas.
Las declaraciones de Vox en Twitter, por ejemplo, ha llevado a que su cuenta oficial fuera suspendida temporalmente, tal y como le ocurrió al polémico tuitero afín a la ultraderecha Alvise Pérez, conocido por sus bulos y por su acoso a figuras políticas y personalidades de la izquierda, de las cuales sube fotografías en momentos íntimos o incluso llegó a difundir un documento falsificado de una supuesta prueba PCR positiva del candidato del PSOE a las pasadas elecciones autonómicas catalanas, Salvador Illa, por lo cual será juzgado por iniciativa de Fiscalía.
Esto tiene como consecuencia que las faltas de respeto se han normalizado cuando se trata de dirigentes políticos, especialmente los que no casan con la agenda ultraderechista. Por ejemplo, Vox en España ha animado a utilizar hashtags como #COLETASRATA o ha tildado al gobierno conformado por PSOE y Unidas Podemos de “etarra”, entre otras lindezas totalmente impensables hace solo diez años.
Además de los dirigentes políticos, como en el caso de Alvise Pérez, un buen número de influencers y youtubers contribuyen a este intercambio de exabruptos y descalificaciones que enturbian el debate político y favorecen que se enturbie cualquier intercambio de ideas. Algunos ejemplos son el youtuber Roma Gallardo, David Santos, InfoVlogger o Libertad y lo que Surja, que han saltado a la polémica por sus continuas descalificaciones, tanto a través de YouTube como por Twitter.
En general, la cantidad de descalificaciones personales por parte de políticos de la extrema derecha está presente en los medios de comunicación y en las redes sociales a prácticamente toda hora y, a menudo, la respuesta termina comprando este marco de debate, e incluso entrando en el juego.
Y estos ejemplos son solo de España. En Estados Unidos, esta estrategia ha sido empleada por Donald Trump, quien ha ocupado portadas por sus polémicas declaraciones, como descalificar a uno de sus rivales dentro del Partido Republicano, John MacCane, por haber sido capturado y torturado durante cinco años en la Guerra de Vietnam, llamar “basura” a los inmigrantes de Haití y acusarles de tener SIDA o culpar al expresidente Barack Obama y a la excandidata del Partido Demócrata a la Casa Blanca Hillary Clinton de haber fundado el DAESH.
Las consecuencias del tono beligerante de Trump se vieron en hechos inéditos, como el asalto al Capitolio el pasado 6 de enero por sus seguidores, o incluso que su cuenta fuera la primera de un líder de una potencia mundial en ser suspendida en Twitter.
Jair Bolsonaro, el actual presidente de Brasil, también ha destacado por continuas declaraciones polémicas, como llamar “maricones” a quienes temen la pandemia de COVID19, insultar a periodistas cuando le preguntaron acerca de por qué no llevaba puesta la mascarilla o por sus denuncias por la corrupción de su gobierno, o como burlarse de su rival político, Lula Da Silva, por el hecho de que le falte un dedo.
Antaño era prácticamente impensable que políticos, periodistas, tertulianos o incluso gente famosa dirigiera este tipo de insultos o descalificaciones, o protagonizara estas polémicas sin incurrir en, como mínimo, unas disculpas públicas, cuando no en el despido o en la dimisión.
En cambio, salvo hechos concretos y aislados, las tertulias habituales y el nivel de debate de la prensa rosa y el amarillismo periodístico se ha trasladado progresivamente al debate político, priorizando la defensa de “los míos” y el ataque a “los tuyos”, buscando el tan ansiado “zasca” (esto es, dejar mal al rival mediante una réplica que lo deje en evidencia) y normalizando que el panorama político sea un cruce continuado de reproches que a menudo no conducen más que redundar en el hastío, el desencanto y la rabia de la gente.
Mencionar que las redes sociales, mediante los algoritmos que priorizan ciertas interacciones, han favorecido y favorecen el contenido más polémico, generando verdaderas cámaras de eco donde el discurso de odio sale tremendamente beneficiado. En el caso de YouTube, esta fue la conclusión de un estudio de investigadores de la Escuela Politécnica de Lausana (Suiza), de la Universidad de Minas Gerais (Brasil) y de la Universidad de Harvard (EEUU).
A similares conclusiones llegó el especialista en redes sociales Filip Struharik, que contó en The New York Times que ciertos cambios en el algoritmo de Facebook favorecía la difusión del discurso de odio y de bulos basados en prejuicios.
Un caldo de cultivo alimentado por la extrema derecha, tanto en su discurso, como en sus declaraciones, como en la viralización de bulos y “fake news” y donde se encuentra cómoda a la hora de introducir sus ideas políticas.
No es casual que se vean estas actidudes y comportamientos tanto en medios de toda índole, como en redes sociales como en personalidades de ámbitos distintos, ya que existen amplias redes detrás de la extrema derecha, alimentadas por organizaciones internacionales como Atlas Network, que se encargan de coordinar y financiar determinadas estrategias políticas.
Así, por ejemplo, prácticamente toda la extrema derecha ha recurrido a las acusaciones de fraude electoral poniendo en duda el voto por correo, una estrategia iniciada por Donald Trump y copiada por Jair Bolsonaro, Keiko Fujimori (Perú) o Vox (España). Y a menudo, centenares de miles de bots en Twitter tuitean a inusitada velocidad para difundir determinados mensajes.
Por último, las consecuencias de que se normalice el ataque y el insulto finalmente se refleja en ataques personales que afectan a la vida diaria de determinados políticos, como se ha visto en el acoso recibido durante meses al ex secretario general de Podemos y ex vicepresidente segundo del gobierno, Pablo Iglesias, o a determinados activistas, donde las amenazas e insultos diarios se han convertido en algo habitual, como así atestiguan tuiteros como Gema MJ o PabloMM, o como denunció el periodista Israel Merino.
La normalización del discurso de odio y el aumento de los crímenes de odio
Con la normalización de los intercambios de insultos, ataques y exabruptos entre personalidades y grupos políticos bajo los dardos envenenados de la extrema derecha, también llega la aceptación del discurso de odio.
¿Qué es un discurso de odio? Se trata de relatos, enunciados, afirmaciones… que ponen en el punto de mira a grupos sociales o colectivos vulnerables que padecen algún tipo de discriminación estructural, ya sea por que padecen una situación en particular, ya sea por prejuicios asentados a lo largo de generaciones y que todavía perduran.
El discurso de odio se llama así por varias razones. La primera de ella y la más evidente es porque siempre señala aspectos negativos, normalmente exagerados o inventados, de estos grupos. Otra razón sería que, dado que normalmente se asientan en mentiras o medias verdades, su triunfo se basa precisamente en aspectos puramente emocionales basados en prejuicios y falsas creencias. Y una tercera razón es que el discurso de odio normalmente desencadena un ahondamiento en las desigualdades y en la vulnerabilidad de las personas que lo padecen.
Estos colectivos pueden ser minorías étnicas o religiosas, migrantes u homosexuales, por citar algunos ejemplos.
El discurso de odio puede adquirir muchas formas distintas, pero usualmente empieza negando la discriminación o la situación de vulnerabilidad de un grupo determinado, e incluso indicando que poseen privilegios.
Esto pasa por ejemplo con el discurso de odio hacia las personas migrantes, donde se niega que tengan problemas al tiempo que se les acusa falsamente de tener mayores recursos, acceso a ayudas y a empleo que las personas nativas. También sucede cuando se habla de “lobby gay”, otorgando a las personas LGTB un hipotético y falso poder a la hora de intervenir en la agenda política y económica.
Normalmente, para contraargumentar los datos que demuestran las desigualdades de los grupos vulnerables, se suele sostener la premisa de que son datos o información falsa sostenida por una ideología política. Es decir, no serían datos objetivos, sino creencias que han influenciado dicha recogida de datos. Así, se habla de “ideología de género”, “ideología LGTB”, “consenso progre”, etc.. Es decir, se emplea el vocabulario descrito anteriormente.
El siguiente paso, aunque no tiene por qué darse de forma secuencial, consiste en culpar total o parcialmente a un determinado colectivo de algún problema social, real o inventado. Responsabilizar de la tasa de desempleo o de las violaciones a las personas migrantes, o de una hipotética decadencia moral a las personas homosexuales, serían otros ejemplos.
También es común tergiversar los problemas para que parezcan mucho más grandes e importantes de lo que son realmente, o las invenciones adquieren tallas descomunales. Así, se tacha a la inmigración de invasión, o a las personas LGTB de promover una red de pedofilia, o a las personas negras de ser violentas, racistas, ladronas…
Seguidamente, una vez el discurso de odio se ha implantado, se utilizan como un relato que justifica la adopción de leyes, medidas y acciones que ahondan en la discriminación de estos grupos, que puede ir desde impedir el acceso a determinados derechos, a la persecución, la represión, la marginación e incluso el exterminio.
Este fue el modus operandi de los totalitarismos fascistas de los años 20 y 30, y muy concretamente del nazismo con respecto a la población judía, aunque también con otros muchos grupos sociales: homosexuales, negros, gitanos, polacos…
El auge de la extrema derecha en los últimos años ha tenido como consecuencia que estos discursos se han normalizado. Todas las semanas desde hace ya varias años se escuchan estos relatos a través de todos los medios, habituando a la población a una exposición continua que no hace más que reforzar prejuicios, mentiras, bulos y sentimientos negativos hacia ciertas personas.
En la mesa de los hogares vuelve a hablarse de la inmigración y de los inmigrantes como un problema a resolver y como si provocaran conflictos reales de envergadura; se vuelve a sostener que las personas LGTB tienen todos los derechos y privilegios del mundo y que no hace falta estar manifestándose; se tacha a los movimientos que persiguen la igualdad de radicales, peligrosos y/o de defender causas que no importan o que no son reales, quizá buscando algún beneficio económico y/o político.
Y una de las pruebas de esto es el aumento de los crímenes de odio. En España, por ejemplo, en 2019 los delitos de odio aumentaron un 6,8%. De entre ellos, los delitos racistas aumentaron un 21%, siendo el que más crecimiento experimentó, seguido de el de orientación e identidad sexual, con un 8,6%.
Lo mismo ha sucedido en otros países. Por ejemplo, desde que Donald Trump llegó a la Casa Blanca en 2016, los delitos de odio aumentaron día a día, especialmente hacia la población negra e hispana. Además, a partir de 2020, también aumentó hacia la población de origen asiático. En este país, más de la mitad de los delitos de odio se debe a cuestiones raciales.
En Reino Unido, tras el éxito de la campaña del Brexit durante el referéndum para abandonar la Unión Europea en 2016, en la cual la extrema derecha utilizó como parte de su argumentario poder poner más obstáculos a la inmigración, también se ha denunciado el aumento de los delitos de odio, concretamente a minorías étnicas y hacia migrantes.
En Alemania, la violencia amparada por la ultraderecha es creciente, hasta el punto en que las autoridades alemanas han señalado a la extrema derecha como uno de los principales desencadenantes de violencia en el país. Así, las agresiones, asesinatos y delitos en general contra personas migrantes, LGTB e incluso rivales políticos, ha experimentado un importante crecimiento.
En Polonia, donde gobierna la extrema derecha con el partido Ley y Justicia (PiS), sería otro ejemplo, hasta el punto que tanto desde la UE como desde organizaciones internacionales se ha instado al país a que actúe contra los delitos de odio, especialmente contra las personas LGTB. En el mismo caso se encuentra Hungría, gobernada por el Fidesz de Viktor Orbán, cuyas medidas contra la población LGTB han levantado ampollas en el seno europeo.
Si bien estos son ejemplos concretos, investigaciones demuestran en retroceso en cuanto a la igualdad de derechos de colectivos que sufren discriminación estructural. Un ejemplo es el de las personas LGTB. La guía Spartacus World, que todos los años mide a través de varios ítems esta cuestión, ha reflejado un descenso progresivo en la igualdad de este colectivo en países como Francia o Alemania, en parte debido al aumento de agresiones homófobas.
El investigador Alessio Romarri también concluyó en un trabajo publicado en 2021 sobre los delitos de odio en Italia que aquellos municipios donde se alzó la extrema derecha accediendo al poder, este tipo de crímenes aumentaron de manera significativa.
Así pues, aunque algunos expertos recomiendan coger estas estadísticas con cuidado porque la definición y la recogida de datos de estos delitos cambia según el país, y porque un aumento de las denuncias no se correlaciona necesariamente con un aumento de los delitos, decididamente es una variable a tener en cuenta, especialmente si el aumento es significativo.
Cambio en el foco de los debates políticos
Las estrategias comunicativas introducidas por la nueva derecha radical, además de transmitir un nuevo vocabulario que ha ido introduciendo poco a poco y de hacer difusión de bulos y “fake news” para propulsar los discursos de odio, al final tienen como objetivo frenar el avance de derechos, libertades y formas de pensar que puedan poner en peligro sus privilegios.
Es decir, de lo que se trata de es de imponer una regresión en los avances sociales. Cuando Santiago Abascal, líder de Vox en España, dice en repetidas ocasiones que “el Gobierno de España es el peor en 80 años” y afines al partido ultraderechista como el youtuber InfoVlogger repiten este mantra, se puede deducir que envían un conocido mensaje que desde sectores conservadores se ha venido diciendo hasta tal punto que incluso se llegó a convertir en meme: “con Franco se vivía mejor”.
Esta cuestión en principio anecdótica es reflejo de cómo la extrema derecha da una especial relevancia en marcar constantemente la agenda política y el punto del debate, creando polémica tras polémica, y pasando de un tema a otro dificultando la respuesta del rival político, que termina basando su estrategia en responder a las provocaciones de la ultraderecha. Esta estrategia se basa en los principios de propaganda del nazismo que llevó a cabo Joseph Goebbels en los años 30 y que historiadores han descrito minuciosamente.
Debido a este y otros factores, desde la izquierda política, e incluso a veces también la derecha y posiciones más moderadas, han pasado progresivamente de centrar su estrategia política en perseguir y conquistar derechos sociales a luchar por no perderlos.
El debate político ya no se centra en cómo avanzar, sino cómo no retroceder. Es evidente que esta cuestión no es categórica, sino un balance conjunto de las dinámicas generales del debate político. Y es que la extrema derecha lleva desde hace años buscando reabrir viejos debates y cuestiones que ya se creían superados.
Un ejemplo de esto es la cuestión de la violencia de género. En 2004, el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero (PSOE) consiguió un amplio consenso para la aprobación de la Ley Integral de Violencia de Género (LIVG) y, aunque siempre ha tenido detractores, de manera general los partidos institucionales nunca han cuestionado de manera oficial, como mínimo, la afirmación de que la violencia machista es una realidad social a combatir.
Sin embargo, la extrema derecha ha situado ese debate en un punto anterior a esa fecha: en lugar de debatir cómo enfrentar el problema de la violencia machista, la ultraderecha niega la mayor, y además lo hace de manera muy visible.
Por ejemplo, no participa en las concentraciones de protesta o en los minutos de silencio por las mujeres asesinadas a manos de su pareja o expareja sentimental, o vota en contra de toda moción o propuesta local o estatal que busque poner fin a estos asesinatos.
De pronto, los medios de comunicación e incluso las fuerzas políticas rivales normalizan esta situación, que en otros años hubiera sido intolerable, y se vuelve a debatir sobre una cuestión más que probada, superada y entendida. Así, en pleno 2021, aparece en el programa de La Sexta El Intermedio una exposición explicando que la violencia de género sí que existe.
Tras más de cinco años de auge del movimiento feminista a nivel global, influyendo en la agenda política y sacando a relucir debates sobre conceptos más vanguardistas como la existencia y el papel del sistema patriarcal, la “cultura de la violación” o los roles de género, se vuelven a ver protestas contra la violencia machista o las agresiones sexuales como una de las demandas principales.
El peligro de esto, en un principio, no es tanto que se pueda poner en peligro real la lucha contra la violencia de género a niveles de los años 80 ó 90, pero mientras el debate está en ese foco, no se avanza en otro sentido. O es más difícil hacerlo.
Esto está sucediendo también con las personas migrantes, las minorías étnicas o las personas LGTB, e incluso con personas con ideologías políticas de izquierdas, especialmente si son comunistas, socialistas, anarquistas o, en el caso de España, independentistas, volviendo a debates que recuerdan a la época del tardofranquismo.
Sin ir más lejos, el PP de Pablo Casado ha sido arrastrado por esta agenda y ha llegado a decir públicamente que el comunismo y el nazismo son lo mismo, lo cual resulta paradójico después de que Manuel Fraga Iribarne, ministro del dictador Francisco Franco y fundador de Alianza Popular, el germen del PP, pudiera llegar a acuerdos sin problemas con el Partido Comunista de España (PCE) para conseguir la transición del régimen franquista a la monarquía parlamentaria actual.
Durante el Movimiento 15-M en España, entre los años 2011 y 2014, se dieron de manera abierta protestas contra el sistema capitalista y sus contradicciones. Uno de los lemas de las protestas era “No somos mercancía en manos de políticos y banqueros”, y se lanzaron críticas muy duras contra la calidad democrática del país y la necesidad de mejoras importantes en todos los ámbitos. Estas protestas alimentaron las agendas políticas de prácticamente todo el espectro político, aunque especialmente partidos progresistas como Podemos e Izquierda Unida.
Hoy en día, las reivindicaciones de los colectivos y fuerzas políticas que adaptaron la agenda política del 15-M se centran en derogar propuestas aprobadas por los gobiernos del PP como la reforma laboral o la Ley de Seguridad Ciudadana, más conocida como “Ley Mordaza”, y en señalar el avance de la extrema derecha como un peligro.
Las críticas que tenían un calado más radical han ido menguando, pues cualquier crítica a la lógica de mercados, al sistema neoliberal o a proyectos enfocados en mejorar los servicios públicos, como la naciolización de un sector económico, es tachado por la agenda reaccionaria de ser afín al comunismo, al totalitarismo e incluso al terrorismo.
Ofrecer datos concretos y precisos de este proceso es difícil porque se debe a una evolución de las dinámicas sociales, pero tiene sus raíces en conceptos que sí son concretos, como el de “batalla” o “guerra cultural”.
Este término hace referencia a la necesidad por parte de una movimiento, idea u organización política de asentar su agenda en las creencias, valores y pensamientos hegemónicos de la sociedad objetivo desplazando los existentes. Estas ideas tienen su origen en el escritor y sociólogo italiano Antonio Gramsci y fue utilizada por la izquierda, pero fue copiada por Alain de Benoist en los años 60.
El escritor francés Alain de Benoist se dio cuenta de que aunque los partidos de izquierda perdían elecciones, sus ideas encontraban una aceptación e implantación progresiva que hasta las derechas terminaban asumiendo. Así, a través de su think tank GRECE, buscó la forma de hacer que la agenda ultraderechista fuera aceptable socialmente, combatiendo las ideas de la izquierda.
Sin darse cuenta, sentó los procedentes de la nueva derecha radical, que actualmente dedica incontables esfuerzos, a través de numerosas redes de influencia y de recursos, como el uso masivo de propaganda, bots y cuentas falsas en redes sociales, organizaciones y laboratorios de ideas… en que sus ideas tengan implantación. Red que tiene buena parte de su núcleo internacional en Atlas Network, una organización que reúne a muy buena parte de todos los think tanks conservadores del mundo.
El cambio del foco del debate político general es, simplemente, una consecuencia visible de esta batalla cultural.
Aumento de la crispación social y política
El debate político y las dinámicas sociales, desde que los seres humanos viven en sociedad, se han caracterizado por periodos políticos estables y otros más inestables. En general, los periodos inestables coinciden con momentos de crispación social y política.
El autor Bernand Manín, en su libro Los principios del Gobierno representativo, se analiza cómo la democracia griega de la antigüedad pasa de de la designar por sorteo a gobernantes, a derivar en el gobierno representativo de las elecciones y el sufragio, donde la columna vertebral del sistema se basa en «consentir el poder» (elegido en las urnas) en lugar de ocupar cargos.
Según Manín, este consentimiento del poder que emanan de la sociedad a través de sus representantes es el principio básico que hace posible la estabilidad de las democracias liberales modernas. Todo aquello que atente contra este consentimiento y lo deslegitime, implica un peligro para su supervivencia.
La extrema derecha tiene como uno de sus principales pilares comunicativos un discurso antipolítico y anti-establishment, donde se ataca con fuerza a las instituciones y a las fuerzas tradicionales. Se ponen en duda los procesos electorales, se busca la confrontación continua y se dinamitan constantemente los acuerdos y los debates políticos.
Esto no solo se observa en la normalización de los ataques e insultos que se han vivido en países donde la extrema derecha ha alcanzado un grado importante de representación, sino también en el tono de los debates. Los debates en los parlamentos se han convertido en todo un espectáculo.
En España, por ejemplo, se vio como Álvarez de Toledo llamó “hijo de terrorista” a Pablo Iglesias, o como la primera sesión plenaria dentro del luto oficial que se decretó por las víctimas de la pandemia derivó en una tensión poco antes vista.
Por supuesto, Vox ha tildado al Gobierno del PSOE y de Unidas Podemos encabezado por Pedro Sánchez de ilegítimo e incluso ha hecho varios llamamientos a golpes de estado e intervencionismo militar.
La campaña electoral de las elecciones regionales de Francia de este año también han vivido momentos de tensión hace tiempo no vistos, como ataques incluso a los candidatos. Así, por ejemplo, el presidente Emmanuel Macron recibió una bofetada en un mitin, o Jean-Luc Mélenchon, líder de Francia Insumisa, a quien le lanzaron harina a la cara.
En Estados Unidos, el debate entre Donald Trump y Joe Biden durante la campaña electoral de 2020 ofreció un espectáculo lamentable por parte de Trump, quien no paraba de interrumpir, e incluso llegó a decir a Proud Boys, un grupo ultraderechista afín al expresidente, “esperen”, en referencia a que todavía no era el momento de actuar.
Cuando esto se normaliza, termina afectando a la sociedad en su conjunto, que termina abriendo una brecha visible por razones políticas. Sin lugar a dudas, uno de los ejemplos de las consecuencias de este tono, como se ha dicho antes, fue el asalto al Capitolio el pasado enero, pero en realidad tiene consecuencias más sutiles y de las que conviene cobrar conciencia.
Esta permeabilidad y traslado del conflicto de las élites al conflicto a pie de calle es controvertido. En este sentido se pronuncia Luis Miller, sociólogo del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y vicedirector del Instituto de Políticas y Bienes Públicos (IPP).
«Cuando las élites se polarizan y entran en conflicto, el conflicto se traslada a la calle. Tenemos poca memoria porque todo avanza muy rápido y siempre pensamos en Trump, pero la polarización en Estados Unidos no se produce por Trump, que es una consecuencia. La polarización en Estados Unidos, los picos, se producen durante el mandato de Obama, donde hay toda la movilización del Tea Party, y eso acaba en Trump» – Luis Miller, Público
«Una de las principales causas de la radicalización de los ciudadanos es la radicalización de las élites. Si las élites se permiten insultarse, amenazarse, etc, eso nos hace llegar a los ciudadanos que no existen límites, que no hay normas, y que insultar a alguien o golpear a alguien porque sea de una ideología distinta está permitido«- Luis Miller, Público
Así, esta división social también está dificultando la convivencia del día a día. En España se han producido algunos episodios de tensión en la calle que coinciden con la crispación política.
Algunos expertos consultados apuntan a que la polarización actual tiene causas concretas y antecedentes.
En general, todos coinciden en la asunción por parte de la extrema derecha de una estrategia basada en la confrontación y en la crispación, génesis de la nueva derecha radical y en el manual de acción de Steve Bannon, asesor de campaña de Trump en 2016, que aprovechan viejas heridas, prejuicios y descontentos sociales para aumentar esta división social y así imponer su agenda.
En España, entre los años 1994 y 1996 con Felipe González (PSOE) y entre 2004 y 2008 con José Luis Rodríguez Zapatero, por parte del PP de José María Aznar y Mariano Rajoy respectivamente también se dio esa estrategia de confrontación basada en la no aceptación de la victoria del partido rival y en la protesta constante contra sus medidas.
En aquellos momentos, las aguas volvieron a su cauce porque no en todos los contextos esa estrategia es siempre efectiva, especialmente para el voto más conservador. Sin embargo, hoy en día, donde el PP y Vox se disputan el liderazgo de la oposición, el líder conservador Pablo Casado se ve arrastrado por la estrategia trumpista de Abascal. Al menos es lo que opina la experta politóloga Berta Barbet (Politikon), que en el diario Público expuso la dificultad de salir de la crispación cuando la extrema derecha tiene fuerza.
Además, a esto se añade la rápida interacción y las dinámicas de las redes sociales, que favorecen este tipo de discursos y comentarios.
En conjunto, la estrategia de la extrema derecha ha terminado arrastrando a partidos, medios, colectivos e incluso a las familias a un hastío, desencanto, crispación y susceptibilidad hacia los debates políticos que, se bien se ha vivido en momentos anteriores, el contexto actual por un lado y el propio discurso de la ultraderecha por otro han convertido la situación en un crónica y difícil de superar, que no es constructiva y que no favorece en absoluto a los intereses de la mayoría de la ciudadanía.
Jefe de Redacción de Al Descubierto. Psicólogo especializado en neuropsicología infantil, recursos humanos, educador social y activista, participando en movimientos sociales y abogando por un mundo igualitario, con justicia social y ambiental. Luchando por utopías.